I
La verdadera patria del hombre es el mundo entero.
Allí donde respire aire y libertad, allí donde pose con seguridad su
planta, allí es el reino de un alma libre, allí su amada patria, el
lugar bendecido, la tierra santa, que puede regar con el sudor de su
frente.
¿Por qué detenerme un instante más?
Un mismo sol, ¿no da vida y calor a todo el universo?
Adiós, pues, lugares a quien no amo.
Casa que me ha visto nacer.
Jardín en donde por primera vez aspiré el aroma de las flores.
Fuentes cristalinas, bosque umbroso, en donde gemía el viento en las
tardes del invierno, prado sonriente bañado por el primer rayo del sol,
¡adiós!
Adiós, tranquilo hogar, techo amigo, sobre el cual han rodado tantos
huracanes sin arrancar una sola hierba de esas que nacen solitarias y
solitarias mueren, en las grietas que forman una y otra pizarra
desunidas.
Yo me ahogo en las blancas paredes de tus habitaciones mudas y sin ruido.
Tu silencio y tu tranquilidad pesan sobre mi alma como la fría losa de un sepulcro.
Y es que no hay nada tan triste y melancólico como el silencio que se
sucede al armonioso murmullo de voces queridas, que fueron a apagarse
para siempre en los abismos de la eternidad; pues no existe nada más
lúgubre que el eco que responde a nuestra voz, bajo las bóvedas
desiertas, cuando pronunciamos un nombre querido, que ya está borrado
del número de los vivos.
¡Un padre!...
¡Una madre!...
¡Desde el instante en que estas palabras dulcísimas no son ya más que
un recuerdo, el espíritu se agita inquieto y temeroso, en los lugares
en donde esas palabras han resonado un día, como un reclamo, al cual
respondía otro dulce reclamo!
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