Érase un hombre cuya hija no daba un solo
paso sin usar su cabeza, por lo que le llamaban
Elsa la Lista.
En cuanto fue mayor, su padre dijo:
—Es tiempo de que se case.
Y la madre dijo:
—Sí, con tal que alguien la quiera.
Por aquel entonces llegó de muy lejos un
joven campesina quien llamaban Juan, y éste
dijo:
—Sí, me casaré con la muchacha, a condición
de que sea tan lista como dicen.
—¡Oh —dijo el padre—, nuestra Elsa no
es ninguna tonta!
Y la madre dijo:
—¡Ay, qué gran verdad es ésa! De tan lista
como es, puede ver al viento cuando viene
calle abajo. Y además, hasta oye toser a
las moscas.
—Bueno, ya se verá —dijo Juan—. Pero
si no es lista, no me caso.
Sentados ya a la mesa, la madre dijo:
—Elsa, baja al sótano y trae cerveza.
La lista muchacha tomó el jarro del estante
y se fue trota que trota escaleras abajo,
haciendo sonar vivamente la tapa por el camino
para no perder el tiempo.
Una vez en el sótano buscó un taburete,
lo puso frente al barril y se sentó para no
tener que agacharse, no fuera a ser que, a
lo mejor, le diese un dolor en la espalda.
Luego colocó el jarro en su sitio y le dio
vuelta a la llave.
Pero mientras esperaba a que se llenase el
jarro, para no tener los ojos sin hacer nada
empezó a mirar por todas partes, pared por
pared, hasta llegar al techo. ¡Y descubrió, justo
encima de su cabeza, una piqueta que los
albañiles habían dejado allí por descuido!
Y ya tienen ustedes a Elsa la Lista llorando
a más no poder mientras pensaba: «Si
me caso con Juan y tenemos un hijito y, cuando
sea mayor, lo mandamos a buscar cerveza
aquí abajo, ¡esa piqueta puede muy bien
caerle en la cabeza y matarlo!»
Y allí se quedó sentada llora que te llora a
todo pulmón por el posible accidente.
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