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Cuentos de Mamá Ganso

Charles Perrault


Cuento infantil


La bella durmiente del bosque

En otros tiempos había un rey y una reina, cuya tristeza porque no tenían hijos era tan grande que no puede ponderarse. Fueron a beber todas las aguas del mundo, hicieron votos, emprendieron peregrinaciones, pero no lograron ver sus deseos realizados, hasta que, por último, quedó encinta la reina y dio a luz una hija. La explendidez del bateo no hay medio de describirla, y fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron hallar en el país, y siete fueron, con el propósito de que cada una de ellas le concediera un don, como era costumbre entre las hadas en aquel entonces; y por este medio tuvo la princesa todas las perfecciones imaginables.

Después de la ceremonia del bautismo, todos fueron a palacio, en donde se había dispuesto un gran festín para las hadas. Delante de cada una se puso un magnífico cubierto con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes.

En el momento sentarse a la mesa, vieron entrar una vieja hada que no había sido invitada, debido a que durante más de cincuenta años no había salido de una torre y se la creía muerta o encantada.

Mandó el rey que le pusieran cubierto, pero no hubo medio darle un estuche de oro macizo como a las otras, porque sólo se había ordenado construir siete para las siete hadas. Creyó la vieja que se la despreciaba y gruñó entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que estaba a su lado, oyola, y temiendo que concediese algún don dañino a la princesita, en cuanto se levantaron de la mesa fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última y poder reparar hasta donde le fuera posible el daño que hiciera la vieja.


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Dominio público
71 págs. / 2 horas, 5 minutos / 2.268 visitas.

Publicado el 4 de enero de 2019 por Edu Robsy.

Cocos y Hadas

Julia de Asensi


Cuentos infantiles, Colección


El coco azul

Teresa era mucho menor que sus hermanos Eugenio y Sofía y sin duda por eso la mimaban tanto sus padres. Había nacido cuando Víctor y Enriqueta no esperaban tener ya más hijos y, aunque no la quisieran mas que a los otros, la habían educado mucho peor. No era la niña mala, pero sí voluntariosa y abusaba de aquellas ventajas que tenía el ser la primera en su casa cuando debía de ser la última.

A causa de eso Eugenio no la quería tanto como a Sofía; ésta, en cambio, repartía por igual su afecto entre sus dos hermanos.

Cuando Teresa hacía alguna cosa que no era del agrado de Eugenio, él la amenazaba con el coco y pintaba muñecos que ponía en la alcoba de su hermana menor para asustarla.

Teresa tenía miedo de todo y sólo Eugenio era el que procuraba vencer su frecuente e incomprensible terror.

No se le podía contar ningún cuento de duendes ni de hadas, ni hablarle de ningún peligro de esos que son continuos e inevitables en la vida. Los padres se disgustaban con que tal hiciera, y sólo su hermano procuraba corregirla por el bien de ella y el de todos, esperando aprovechar la primera ocasión que se presentase para lograrlo.

Rompía los juguetes de su hermana sin que nadie la riñese y Sofía había guardado los que le quedaban, que aun eran muchos y muy bonitos, donde Teresa no los pudiera coger.

—El día que seas buena te los daré todos, le decía.

—Y cuando seas valiente yo te compraré otros, añadía Eugenio.

Teresa se quedaba meditabunda durante largo rato, sin hallar el medio de complacerles.


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Dominio público
38 págs. / 1 hora, 6 minutos / 309 visitas.

Publicado el 27 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Noche-Buena

Julia de Asensi


Cuento


I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 1.155 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Sabiduría

César Vallejo


Cuento


Fuera cesó de nevar. El cielo aparecía negro y bajo. El viento también dejó de soplar fieramente, y la atmósfera estaba inmóvil y muy enrarecida. Por las sierras del norte se veía el horizonte delineado con una claridad apacible y celeste, como si fuese de día; mas la aurora aún no despuntaba, y la obscuridad graznaba a grandes alas negras en la cordillera.

La señora se levantó y llegóse con sumo tiento a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de negro percal. Benites continuaba tranquilo.

–¡Dios es muy grande!– exclamó ella enternecida y en voz apenas perceptible. –¡Ay Divino Corazón de Jesús! –añadió levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí–. ¡Tú lo puedes todo, Señor! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima llaga, Padre mío! ¡Protégenos en este valle de lágrimas!

No pudo contenerse y se puso a llorar en silencio, de pie junto a la cabecera del enfermo, el que, con la espalda vuelta a la luz y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, reposaba profundamente. Lloró enardecida por las fuertes conmociones de la noche, y al fin dio algunos pasos y fue a sentarse en un banco, rendida de cansancio y de pesar. Ahí se quedó adormecida por el abatimiento y el insomnio, cosas excesivas para su avanzada edad y su naturaleza achacosa.

Despertó de súbito, sobresaltada. La bujía estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 846 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Los Cazadores de Ratas

Horacio Quiroga


Cuento


Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.

—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 387 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Canción de Oro

Rubén Darío


Cuento


Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá…

* * *

( Muere la tarde.

Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche ).

* * *


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4 págs. / 7 minutos / 619 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Amor de Madre

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del virrey «brazo de plata»

(A Juana Manuela Gorriti.)

Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajes de esta tradición, pecado venial que hemos cometido en La emplazada y alguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear la verdad histórica; y bien barruntará el lector qué razón, y muy poderosa, habremos tenido para desbautizar prójimos.

I

En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el excelentísimo señor don Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador de Zarza en la Orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad don Carlos II. Además de su hija doña Josefa, y de su familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fué trasladado a estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, don Fernando de Vergara, hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase de él que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputación austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de dar guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza; y el virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de estado muda costumbres.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 1.070 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Genoveva de Brabante

Christoph von Schmid


Cuento infantil


I. Genoveva se casa con el conde Sigifredo.

La aurora del Evangelio comenzaba a iluminar con su luz fraternizadora a Alemania, que entraba en un nuevo período de dicha y prosperidad, al dulcificarse las costumbres de sus naturales con el contacto de los primeros propagadores del cristianismo entre los germanos; el suelo, hasta entonces inculto y estéril, recibía también de mano de sus primeros cristianos una labor fecunda, que, insensiblemente, iba convirtiendo en ricos campos productivos y en jardines llenos de florea los extensos y sombríos bosques de la Germania.

Este notable progreso llenaba de satisfacción a la mayor parte de los señores alemanes, que eran los primeros en reconocer y acoger favorablemente la benéfica influencia de la nueva doctrina.

Por esta época, es decir, hace ya muchos siglos, vino al mundo Genoveva, hija del duque de Brabante, gran señor a quien todo el mundo admiraba, tanto por su intrepidez y arrojo en los combates, como por sus generosos sentimientos, su incorruptible justicia y su amor al prójimo, cualidades que adornaban igualmente a su esposa la duquesa, hasta el punto de que podía, decirse de ellos que eran dos cuerpos y un alma. Puede deducirse de aquí la educación que recibiría Genoveva, que era su hija única, y a la que Amaba con una ternura inefable. Mostró ésta, desde su más tierna infancia, una clara inteligencia, un corazón noble y sensible, y un carácter poco común, por la mansedumbre, modestia y amabilidad que la adornaban.


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Dominio público
120 págs. / 3 horas, 31 minutos / 1.245 visitas.

Publicado el 10 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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