I
Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie,
pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos
y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos,
etc.
Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la
persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son
guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y
Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón
para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único
que le desvelaba.
Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de
lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de
los curanderos sale del gremio pastoril.
La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes
triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy
poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y,
por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía
una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con
que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella
enfermedad.
Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco
tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre
Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de
enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para
debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con
muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las
bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún
enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no
acertaba con el mal de las bestias.
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