I
El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se
había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la
cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al
lado de su sillón.
—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á
la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted
que alegar?
La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al
comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de
sorpresa, lo mismo que si despertase.
—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue
Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los
del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto
ambulante, y....
El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.
—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como
puede y contesta como su inteligencia se lo permite.
El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en
alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los
delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...
—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo
veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París
y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los
prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que
trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única....
Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.
Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con
certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado,
junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de
madera y mirando al techo.
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