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Una Aventura India

Voltaire


Cuento


Pitágoras, estando en la India, aprendió, como saben todos, en la escuela de los gimnosofistas la lengua de los animales y la de las plantas. Paseándose un dia por un prado cerca de la orilla del mar, oyó estas palabras: ¡Qué desdicha la mia de haber nacido hierba, apenas llego á dos pulgadas de alto, cuando me huella bajo sus vastos piés un monstruo voraz, un animal horroroso, que tiene armada la boca de una ñla de tajantes hoces con que me siega, me hace añicos, y me traga: los hombres llaman carnero á este monstruo, y no creo que haya en el universo criatura mas abominable.

Dió Pitágoras algunos pasos más, y encontró una ostra abierta sobre una piedra: todavía no había abrazado la admirable ley que prohíbe comerse á los animales nuestros semejantes; iba á tragarse la ostra, cuando dijo ella estas lastimosas razones: ¡Oh naturaleza, qué feliz es la hierba, que como yo es obra tuya! Cuando la cortan, renace, y es inmortal; y nosotras desventuradas ostras, en balde nos defiende una doble coraza, que unos malvados nos engullen á docenas para desayunarse, y se acabó para siempre. ¡Qué suerte tan horrenda la de una ostra! ¡qué inhumanos son los hombres!

Estremecido Pitágoras conoció la enormidad del delito que iba á cometer: pidió llorando perdón á la ostra, y la repuso bonitamente encima de la piedra.

Mientras iba meditando profundamente en este suceso, vió de vuelta al pueblo arañas que se comían las moscas, golondrinas que se comían las arañas, y gavilanes que se comían las golondrinas. Todas estas gentes, decía, no son filósofos!


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 253 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Enfundado

Antón Chéjov


Cuento


I

En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.

Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha—Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un poco.

Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.

Ni uno ni otro podían dormirse.

Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la oscuridad.

Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la noche.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 126 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Mártires

Antón Chéjov


Cuento


Lisa Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.

He aquí cómo cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:

—Después de pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un déspota —¡yo lo mataría!— hemos pasado unos días deliciosos. La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!

Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.

Después de la visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en seis horas.

En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.

—¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor? —le pregunta muy quedo.

—¡Un poco mejor! —gime ella—. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 152 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Escándalo

Antón Chéjov


Cuento


Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la señora —siguió pensando la muchacha— esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido.»

En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.

—¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! —iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.

Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.

Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda —una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...

Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:

—Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.

Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.


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7 págs. / 13 minutos / 168 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Muchachos

Antón Chéjov


Cuento


—¡Volodia ha llegado! —gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado! —repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor—. ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon entre sus brazos hasta casi ahogarlo.

—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero este se hallaba tan rodeado de gente que no era empresa fácil.

 —¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 174 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Pequeñez

Antón Chéjov


Cuento


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún —treinta y dos años—, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo; y las que las seguían se sucedían sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

—¡Buenas noches, Nicolás Ilich! —le dijo una voz infantil—. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

—¡Buenas noches, amigo! —contestó Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

—Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...


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5 págs. / 9 minutos / 178 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Asesinato

Antón Chéjov


Cuento


Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito...», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.


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6 págs. / 10 minutos / 1.184 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Metzengerstein

Edgar Allan Poe


Cuento


Pestis eram vivus—moriens tua mors ero.
Martín Lutero

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) "vient de ne pouvoir être seuls".

Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— "ne demeure qu' une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux".

Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por su hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: "Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing".


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9 págs. / 16 minutos / 146 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tamborcillo Sardo

Edmundo de Amicis


Cuento


En la primera jornada de la batalla de Custoza, el 24 de junio de 1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, enviados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente asaltados por dos compañías de soldados austríacos que, atacándoles por varios lados, apenas les dieron tiempo de refugiarse en la morada y reforzar precipitadamente la puerta, después de haber dejado algunos muertos y heridos en el campo. Asegurada la puerta, los nuestros acudieron a las ventanas del piso bajo y del primer piso y empezaron a hacer certero fuego sobres los sitiadores, los cuales, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, respondían vigorosamente. Mandaban los sesenta soldados italianos dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, seco, severo, con el pelo y el bigote blancos; estaba con ellos un tamborcillo sardo, muchacho de poco más de catorce años, que representaba escasamente doce, de cara morena aceitunada, con ojos negros y hundidos, que echaba chispas. El capitán, desde una habitación del piso primero, dirigía la defensa, dando órdenes que parecían pistoletazos, sin que se viera en su cara de hierro ningún signo de conmoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas, subido sobre una mesa, alargaba el cuello, agarrándose a las paredes para mirar fuera de las ventanas, y veía a través del humo, por los campos, las blancas divisas de los austríacos que iban avanzando lentamente. La casa estaba situada en lo alto de escabrosísima pendiente, y no tenía en la parte de la cuesta más que una ventanilla alta, correspondiente a un cuarto del último piso; por eso, los austríacos no amenazaban la casa por aquella parte, y en la cuesta no había nadie: el fuego se hacía contra la fachada y los dos flancos.


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8 págs. / 14 minutos / 164 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Origen de las Especies

Charles Darwin


Tratado, Ciencia, Biología


Introducción

Cuando estaba como naturalista a bordo del Beagle, buque de la marina real, me impresionaron mucho ciertos hechos que se presentan en la distribución geográfica de los seres orgánicos que viven en América del Sur y en las relaciones geológicas entre los habitantes actuales y los pasados de aquel continente. Estos hechos, como se verá en los últimos capítulos de este libro, parecían dar alguna luz sobre el origen de las especies, este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros mayores filósofos. A mi regreso al hogar ocurrióseme en 1837 que acaso se podría llegar a descifrar algo de esta cuestión acumulando pacientemente y reflexionando sobre toda clase de hechos que pudiesen tener quizá alguna relación con ella. Después de cinco años de trabajo me permití discurrir especulativamente sobre esta materia y redacté unas breves notas; éstas las amplié en 1844, formando un bosquejo de las conclusiones que entonces me parecían probables. Desde este período hasta el día de hoy me he dedicado invariablemente al mismo asunto; espero que se me puede excusar el que entre en estos detalles personales, que los doy para mostrar que no me he precipitado al decidirme.


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610 págs. / 17 horas, 48 minutos / 1.477 visitas.

Publicado el 15 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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