CAPITULO I. EL HURACÁN
—¡Eh, muchachos! ¡Eso no son ballenas! Son los ribbon-fish que salen a la superficie. ¡Mala señal, amigos!
—Usted siempre gruñendo, bosmano —dijo la voz casi infantil de un grumete.
—¿Qué sabes tú del Océano Pacífico y de sus islas, chiquillo, si apenas hace unos meses que has dejado de mamar?
—No, bosmano, tengo dieciséis años cumplidos, y soy hijo de un marinero.
—Sí; acaso de agua dulce. Apostaría que nunca has salido del puerto de Valdivia y que ni siquiera, sabe guiar tu padre una balsa.
—Era chileno como usted, bosmano y…
—Pero no marinero como yo, que hace cuarenta y siete años que navego.
—Os digo que…
—¡Rayo de sol
basta! —gritó el bosmano—. ¿Te quieres burlar de mí, Manuel? ¿Sabes tú
cómo pesan mis manos? ¿No? Si continúas ya te las haré probar.
—Sois demasiado irascible, bosmano.
—Échate afuera, mozo cocido (chico cobarde).
—¡Oh! Bosmano, eso es demasiado. Os equivocáis al tratarme así.
—¡Chiquiyo!
—¡Oh, no! Yo soy un mozo cruo.
Quién sabe lo que habría durado, continuando en aquel tono, la
disputa, con gran contentamiento de la tripulación que asistía riendo a
aquel cambio de cumplimientos, cuando la aparición imprevista del
comandante hizo cerrar de golpe todas las bocas.
El capitán del «Andalucía» era un hermoso tipo de chileno, con tres
cuartos de sangre española en las venas y el otro cuarto de araucano,
moreno; como: uno de los indómitos guerreros de los Andes, con ojos
negrísimos y aterciopelados y todavía ardientes, aunque ya pesaran sobre
las espaldas de aquel hombre de mar, más de cincuenta primaveras.
Su estatura era casi gigantesca, más de americano del Norte, que meridional, con poderosa espalda y cuello de puma…
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