El discípulo miró al maestro en la profundidad de la tarde.
—Maestro, ¿es bueno para el sabio demostrar su inteligencia?
—A veces puede ser bueno y honorable permitir que los hombres te rindan honores.
—¿Sólo a veces?
—Otras puede acarrearle al sabio multitud de desgracias. Eso es lo
que les sucedió a los tres Príncipes de Serendip, que utilizaron
distraídamente su inteligencia. Habían sido educados por su padre, que
era arquitecto del gran Shá de Persia, con los mejores profesores, y
ahora se encaminaban en un viaje hacia la India para servir al Gran
Mogol, del que habían oído su gran aprecio por el Islam y la sabiduría.
Sin embargo, tuvieron un percance en su camino.
—¿Qué les pasó?
—Una tarde como esta, caminaban rumbo a la ciudad de Kandahar, cuando
uno de ellos afirmó al ver unas huellas en el camino: “Por aquí ha
pasado un camello tuerto del ojo derecho".
—¿Cómo pudo adivinar semejante cosa con tanta exactitud?
—Había observado que la hierba de la parte derecha del camino, la que
daba al río, y por tanto la más atractiva, estaba intacta, mientras la
de la parte izquierda, la que daba al monte y estaba más seca, estaba
consumida. El camello no veía la hierba del río.
—¿Y los otros príncipes?
—El segundo, que era más sabio, dijo: "le falta un diente al camello".
—¿Cómo podía saberlo?
—La hierba arrancada mostraba pequeñas cantidades masticadas y abandonadas.
—¿Y el tercero?
—Era mucho más joven, pero aun más perspicaz y, como es natural en
los hijos pequeños, más radical, al estar menos seguro de sí mismo.
Dijo: "el camello está cojo de una de las dos patas de atrás. La
izquierda, seguro".
—¿Cómo lo sabía?
—Las huellas eran más débiles en este lado.
—¿Y ahí acabaron las averiguaciones?
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