CAPÍTULO I. LA CAZA A LA CORBETA
EL sol iba al ocaso
entre grises nubarrones, que, hinchados por el viento de poniente, se
habían ido extendiendo poco a poco sobre el Atlántico.
Las olas, que reflejaban los últimos fulgores del día, murmuraban,
corriendo libremente la extensión inmensa que existe entre las costas
americanas y las cuatrocientas Bermudas, islotes colocados en torno de
la Gran Bermuda, que es la única isla habitada de aquel gran montón de
tierras perdidas en medio del grande Océano oriental.
Dos naves, cubiertas de velas hasta los topes, avanzaban dulcemente
empujadas por las olas, que batiendo contra ellas a babor, alzábanlas
con mesurado murmullo, que sonaba cual la gran poesía de los mares.
El viento de lebeche, bastante fresco, hinchaba las telas, silbando entre centenares y centenares de jarcias y cables y poleas.
Una de dichas naves era una espléndida corbeta, larga y sutil, pero
de mucho porte, puesto que de sus bordas salían veinticuatro bocas de
cañón, mientras que en el puente y en el ancho castillo de popa había
dispuestos en barbeta cuatro gruesas piezas de caza.
Estaba, como hemos dicho, cubierta de velas de un extremo a otro.
Las mismas bonetas habían sido desplegadas y tendidas las banderas.
La otra era, en cambio, una barca gruesa, ancha, pesada, de aforo
muy inferior a la corbeta que la precedía, con poquísimas piezas de
artillería colocadas todas en cubierta.
Ambas naves llevaban, sin embargo, un número considerable de tripulantes, cual si fuesen buques de guerra.
En la corbeta, en lo alto del palo mayor, ondeaba una bandera roja,
señal de fuego permanente, a cada hora, a cada instante, contra todos y
contra todo; en la barca una bandera listada, blanca y azul y sin
estrellas, porque los Estados Unidos no se habían coligado todavía, ni
tenían fijas las orgullosas estrellas de la confederación.
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