El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el
regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y
al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un
trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de
oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto
de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de
tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido
siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse
admiradas las gentes.
—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía
unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al
verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.
—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.
Y toda la Corte se quedó extasiada.
Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:
—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!
Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso;
pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue
publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.
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