Textos más populares este mes disponibles | pág. 54

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Viento del Pueblo

Miguel Hernández


Poesía


Dedico este libro a Vicente Aleixandre

Vicente: A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida, junto a todos los hombres. Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo, y cada poeta que muere deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad de la nada a nuestro corazón esparcido. Ante la sombra de dos poetas, nos levantamos otros dos, y ante la nuestra se levantarán otros dos de mañana. Nuestro cimiento será siempre él mismo: la tierra. Nuestro destino es parar en las manos del pueblo. Sólo esas honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. Aquel que se atreve a manchar esas manos, aquellos que se atreven a deshonrar esa sangre, son los traidores asesinos del pueblo y la poesía, y nadie los lavará: en su misma suciedad quedarán cegados. Tu voz y la mía irrumpen del mismo venero. Lo que echo de menos en mi guitarra lo hallo en la tuya. Pablo Neruda y tú me habéis dado imborrables pruebas de poesía, y el pueblo hacia el que tiendo todas mis raíces alimenta y ensancha mis ansias y mis cuerdas con el soplo cálido de sus movimientos nobles.

Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El puebla espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo.

Elegía primera

(A Federico García Lorca, poeta)


Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas
y en traje de cañón, las parameras
donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,
y llueve sal, y esparce calaveras.


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Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 538 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2022 por Edu Robsy.

Brujerías

Pablo Palacio


Cuento


La primera:


Andaba a caza de un filtro; de un filtro de amor; de uno de esos filtros que ponen en los libros ocultistas


«Para obtener los favores de una dama tómese una onza y media de azúcar cande, pulverícese groseramente en un mortero nuevo haciendo esta operación en viernes por la mañana, diciendo a medida que machacaréis: abraxas abracadabra. Mezclad este azúcar con medio cuartillo de vino blanco bueno; guardar esta mezcla en una cueva oscura por espacio de 27 días; cada día tomad la botella que no ha de estar enteramente llena, y la menearéis fuerte por espacio de 52 segundos diciendo abraxas. Por la noche haréis lo mismo pero durante 53 segundos y tres veces diréis abracadabra. Al cabo del 27 día…».


Pero este muchacho no estaba al tanto de los grandes secretos ocultistas y buscaba una bruja que le confeccionara la bebida maravillosa.

Si yo lo sé, lo evito a todo trance.

Bastaba con facilitarle los «ADMIRABLES SECRETOS» DE ALBERTO EL GRANDE y el HEPTAMERÓN compuesto por el famoso mágico Cipriano e impreso en Venecia el año de 1792 por Francisco Succoni. Lo de los filtros es elementario en ciencias mágicas.

Pero el atolondrado no pregunta; no consulta con los entendidos; no avisa siquiera a nadie: va en busca de una bruja; da con una, flaca y barriguda como una tripa inflada a la mitad; se lo cuenta todo, y la bruja se enamora de él.

¡Ah, bruja pícara! Dizque le decía, babosa y arrugada:

—Mi bonito, le vamos a dar una bebida que le caiga al pelo.

Y le mandaba ir todos los días. Y le metía las manos entre los sobacos. Y le acercaba mucho a la cara su espléndida nariz; su espléndida nariz borbona, ancha, colorada, ganchuda, acatarrada.

Yo no sé como la bruja no hizo una barbaridad, como a darle a beber del filtro.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 141 visitas.

Publicado el 29 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Sangre Romañola

Edmundo de Amicis


Cuento infantil


Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de costumbre. El padre, que tenía una pequeña tienda de mercería, había ido a Forli a compras; su madre le acompañaba con Luisita, una niña a quien llevaba para que el médico la viera y le operase un ojo malo. Poco faltaba ya para la media noche. La mujer que venía a prestar servicio durante el día, se había ido al obscurecer. En la casa no quedaban más que la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, muchacho de trece años. Era una casita sola con piso bajo, colocada en la carretera y como a un tiro de bala de un pueblo inmediato a Forli, ciudad de la Romaña, y no tenía a su lado más que otra casa deshabitada, arruinada hacía dos meses por un incendio, sobre la cual se veía aún la muestra de una hostería. Detrás de la casita había un huertecillo rodeado de seto vivo, al cual daba una puertecilla rústica; la puerta de la tienda, que era también puerta de la casa, se abría sobre la carreterra. Alrededor se extendía la campiña solitaria, vastos campos cultivados y plantados de moreras.

Llovía y hacía viento. Federico y la abuela, todavía levantados, estaban en el cuarto donde comían, entre el cual y el huerto había una habitación llena de muebles viejos. Federico había vuelto a casa a las once, después de pasar fuera muchas horas; la abuela le había esperado con los ojos abiertos, llena de ansiedad, clavada en un ancho sillón de brazos, en el cual solía pasar todo el día y frecuentemente la noche, porque la fatiga no la dejaba respirar estando acostada.

El viento azotaba la lluvia contra los cristales; la noche era obscurísima. Federico había vuelto cansado, lleno de fango, con la chaqueta hecha jirones y con un cardenal en la frente, de una pedrada; venía de estar apedreándose con sus compañeros: llegaron a las manos como de costumbre, y por añadidura jugó y perdió sus cuartos, extraviándosele, además, la gorra en un foso.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 95 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

El Elfo del Rosal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el centro de un jardín crecía un rosal cuajado de rosas y en una de ellas, la más hermosa de todas, habitaba un elfo tan pequeñín que ningún ojo humano podía distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus habitaciones, y qué claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la flor, de color rosa pálido.

Se pasaba el día gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se había puesto el sol; claro que había empezado algo tarde.

Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca había salido de noche, siempre había permanecido en casita, dormitando tras los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a costar la vida!

Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín había una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecían trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la mañana.

Se trasladó volando a la glorieta. ¡Cuidado! Dentro había dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosísima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querían con toda el alma, mucho más de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre.


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5 págs. / 10 minutos / 228 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Piel de Zapa

Honoré de Balzac


Novela


I. EL TALISMÁN

Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio Real, en el momento en que se abrían las casas de juego, conforme a la ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas, subió la escalera del garito señalado con el número 36.

—¡Caballero! ¿me hace usted el favor del sombrero? — requirió en voz seca y gruñona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra, resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando un rostro vaciado en un tipo innoble.

Cuando entras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de tu sombrero. ¿Será ello una parábola evangélica y providencial? ¿Será más bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote no sé qué prenda? ¿Será quizá para obligarte a guardar actitud respetuosa para con aquellos que van a ganarte el dinero? ¿Será por ventura, que la policía, agazapada en todos los bajos fondos sociales, tiene afán de averiguar el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que le has estampado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar la medida de tu cráneo y confeccionar una instructiva estadística, relativa a la capacidad cerebral de los jugadores? En este punto, el silencio de la Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso hacia el tapete verde, ya no te pertenece tu sombrero, como tampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo, devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje de jugador.


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Dominio público
285 págs. / 8 horas, 20 minutos / 624 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

En el Siglo XXIX: la Jornada de un Periodista Americano en el 2889

Julio Verne


Cuento


Los hombres de este siglo XXIX viven en medio de un espectáculo de magia continua, sin que parezcan darse cuenta de ello. Hastiados de las maravillas, permanecen indiferentes ante lo que el progreso les aporta cada día. Siendo más justos, apreciarían como se merecen los refinamientos de nuestra civilización. Si la compararan con el pasado, se darían cuenta del camino recorrido. Cuánto más admirables les parecerían las modernas ciudades con calles de cien metros de ancho, con casas de trescientos metros de altura, a una temperatura siempre igual, con el cielo surcado por miles de aerocoches y aeroómnibus. Al lado de estas ciudades, cuya población alcanza a veces los diez millones de habitantes, qué eran aquellos pueblos, aquellas aldeas de hace mil años, esas París, esas Londres, esas Berlín, esas Nueva York, villorrios mal aireados y enlodados, donde circulaban unas cajas traqueteantes, tiradas por caballos. ¡Sí, caballos! ¡Es de no creer! Si recordaran el funcionamiento defectuoso de los paquebotes y de los ferrocarriles, su lentitud y sus frecuentes colisiones, ¿qué precio no pagarían los viajeros por los aerotrenes y sobre todo por los tubos neumáticos, tendidos a través de los océanos y por los cuales se los transporta a una velocidad de 1500 kilómetros por hora? Por último, ¿no se disfrutaría más del teléfono y del telefoto, recordando los antiguos aparatos de Morse y de Hugues, tan ineficientes para la transmisión rápida de despachos?

¡Qué extraño! Estas sorprendentes transformaciones se fundamentan en principios perfectamente conocidos que nuestros antepasados quizás habían descuidado demasiado. En efecto, el calor, el vapor, la electricidad son tan antiguos como el hombre. A fines del siglo XIX, ¿no afirmaban ya los científicos que la única diferencia entre las fuerzas físicas y químicas reside en un modo de vibración, propio de cada una de ellas, de las partículas etéricas?


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 1.815 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2019 por Edu Robsy.

Comedias Bárbaras

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro


Cara de Plata

Dramatis personae

EL CABALLERO DON JUAN MANUEL MONTENEGRO
SUS HIJOS CARA DE PLATA, DON PEDRITO, DON ROSENDO, DON MAURO, DON GONZALITO Y DON FARRUQUIÑO
SABELITA, AHIJADA DEL CABALLERO
EL ABAD DE LANTAÑÓN Y SU HERMANA DOÑA JEROMITA
EL SACRISTAN
LA SACRISTANA
LA HIJA BIGARDONA Y EL CORO DE CRIANZAS
FUSO NEGRO, LOCO
DON GALAN, CRIADO DEL CABALLERO
UNA TROPA DE CINCO CHALANES: PEDRO ABUIN, RAMIRO DE BEALO, MANUEL TOVIO, MANUEL FONSECA Y SEBASTIAN DE XOGAS
EL VIEJO DE CURES Y UN PASTOR
PICHONA LA BISBISERA
LUDOVINA LA BENTORRILLERA Y LA COIMA DE OTRO MESÓN
UN MARAGATO
UN PENITENTE
EL CIEGO DE GONDAR
UN INDIANO
EL DIACONO DE LESÓN
UNA VIEJA COTILLONA
VOZ EN UNA CHIMENEA
OTRAS VIEJAS
GRITOS Y DENUESTOS
PREGONES
CLAMOR DE MUJERUCAS
SALMODIA DE BEATAS
RENIEGOS Y ESPANTOS
LAS LUCES DEL SANTO VIATICO

Jornada primera

Escena primera

(Alegres albores, luengas brañas comunales, en los montes de Lantaño. Sobre el roquedo la ruina de un castillo, y en el verde regazo, las Arcas de Bradomín. Acampa una tropa de chalanes, al abrigo de aquellas piedras insignes —Manuel Tovio, Manuel Fonseca, Pedro Abuin, Ramiro de Bealo y Sebastián de Xogas—. A la redonda, los caballos se esparcen mordiendo la yerba sagrada de las célticas mámoas. En la altura una vaca montesa embravecida, muge por el vítelo que se lleva a la feria un rabadán.)

PEDRO ABUIN.— Ganados de Lantaño, siempre tuvieron paso por Lantañón.

RAMIRO DE BEALO.— Hoy se lo niegan. Perdieron el pleito los alcaldes y no vale contraponerse.

PEDRO ABUIN.— Eso aún hemos de ventilarlo.

RAMIRO DE BEALO.— No te metas a pleito, con hombre de almenas.


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Dominio público
236 págs. / 6 horas, 53 minutos / 1.146 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

A Mi Madre

Rosalía de Castro


Poesía


¡Cuán tristes pasan los días!...

I

¡Cuán tristes pasan los días!...
¡cuán breves... cuán largos son!...
Cómo van unos despacio,
y otros con paso veloz...
Mas siempre cual vaga sombra
atropellándose en pos,
ninguno de cuantos fueron,
un débil rastro dejó.

¡Cuán negras las nubes pasan,
cuán turbio se ha vuelto el sol!
¡Era un tiempo tan hermoso!...
Mas ese tiempo pasó.
Hoy, como pálida luna
ni da vida ni calor,
ni presta aliento a las flores,
ni alegría al corazón.

¡Cuán triste se ha vuelto el mundo!
¡Ah!, por do quiera que voy
sólo amarguras contemplo,
que infunden negro pavor,
sólo llantos y gemidos
que no encuentran compasión...
¡Qué triste se ha vuelto el mundo!
¡Qué triste le encuentro yo!...

II

¡Ay, qué profunda tristeza!
¡Ay, qué terrible dolor!
¡Tendida en la negra caja
sin movimiento y sin voz,
pálida como la cera
que sus restos alumbró,
yo he visto a la pobrecita
madre de mi corazón!

Ya desde entonces no tuve
quien me prestase calor,
que el fuego que ella encendía
aterido se apagó.
Ya no tuve desde entonces
una cariñosa voz
que me dijese: ¡hija mía,
yo soy la que te parió!

¡Ay, qué profunda tristeza!
¡Ay, qué terrible dolor!...
¡Ella ha muerto y yo estoy viva!
¡Ella ha muerto y vivo yo!
Mas, ¡ay!, pájaro sin nido,
poco lo alumbrará el sol,
¡y era el pecho de mi madre
nido de mi corazón!

¡Ay!, cuando los hijos mueren

I

¡Ay!, cuando los hijos mueren,
rosas tempranas de abril,
de la madre el tierno llanto
vela su eterno dormir.

Ni van solos a la tumba,
¡ay!, que el eterno sufrir
de la madre, sigue al hijo
a las regiones sin fin.


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6 págs. / 11 minutos / 1.451 visitas.

Publicado el 10 de enero de 2019 por Edu Robsy.

Breve Historia Veraz de un Pericote

Abraham Valdelomar


Cuento


Que concreta en la siguiente carta al protagonista.


Muy estimado amigo:

Anoche, tres de abril de mil novecientos dieciocho, a las nueve y diez —supongo que esta fecha sea inolvidable para usted (el hecho de haberle a Ud. salvado la vida no me autoriza a hablarle de tú)— anoche, digo, por uno de esos motivos que no tiene explicación, vi a Ud. que en el fondo de la tina vacía, debatíase desesperadamente, sin poder salir. Estaba oscuro. Ud. había caído, por una inexperiencia juvenil, en aquel espacio y allí habría Ud. perecido. Yo no tenía nada que hacer en el baño. Fumaba, en mi escritorio pensando en cosas tan inconsistentes como el humo de mi cigarrillo. De pronto me levanto violentamente, voy al baño, enciendo un fósforo y veo a Ud. recorriendo, nervioso y despavorido, el fondo húmedo de la tina. El caño mal cerrado, dejaba caer con desgana, una columna de agua. Parecía la arteria de un colosal Petronio desangrándose en el baño. Tuve el impulso de abrirlo, llenar de agua la tina y ahogarlo a usted.

Ud. me miró, debe usted recordarlo, porque en su mirada inteligente parecía concretarse su alma llena de angustia brillante, llena de urgente invocación. Sólo entonces pude apreciar su estatura. Era Ud. joven como yo. Comprendí su dolor. En su mirada comprendí que me hablaba usted de su madre, de su rinconcillo obscuro y húmedo en el fondo del parquet, de su vida en flor. Si usted joven, después de verme, hubiera intentado la fuga imposible, yo le habría matado, tal vez. Pero usted al verme, se detuvo, sin tener la presunción de buscar una huida necia y puso usted en mí toda su esperanza. "Tú me puedes salvar o matar. Tengo madre. Te ruego que me salves". Así decían sus ojos, querido amigo mío.

Yo lo comprendí. ¡Qué bueno es que le comprendan a uno en la mirada! Yo no soy tan feliz como Ud., pericotito de mi corazón.


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1 pág. / 2 minutos / 291 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Bestia Humana

Vicente Riva Palacio


Cuento


No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.

Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña, descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la mansedumbre.

Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el último de los tramoyistas del teatro de La Gaité, adonde tenía un empleo, todos le llamaban papá Ramón, y ni hubo superior que tuviera motivo de reñirle, ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.

Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni con hora fija siquiera para almorzar, pero en la noche, cuando terminaba la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a pertenecerse a sí mismo.

Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del teatro entraba en un modesto pero aseado restaurante, ocupaba siempre la misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de papá Ramón, después de darle las buenas noches, iba colocando unos tras otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.

Papá Ramón no abandonaba el periódico; leía mientras estaba comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente, mientras que saboreaba la lectura.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 417 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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