De los ojos se dice que son el espejo del alma. Si así fuese, los
ojos negros o marrones serían un alma oscura y tenebrosa, los azules
puro aire libre, los verdes puro bosque y los ojos de Alfanhuí,
amarillos como los de los alcaravanes, pura luz de sol matinal. En
cierto modo, no hay nada más luminoso que la oscuridad, no hay nada
que más atraiga. La noche es tentación, pecado, pero es vida y
sexo, de burla de la muerte, amor carnal, una parte de la dualidad
del todo, las ensoñaciones de un nuevo día al despertar, de una
esperanza.
Los ojos son el lugar predilecto del encuentro de los amantes, el
hogar de la chimenea de invierno, donde arde el candoroso leño,
donde se hallan cuerpo y mente, latidos y espera imposible. Son la
pesadilla imposible donde deseamos perdernos sin brújula y ceder al
deseo, al norte de las dos bocas de rosa femeninas. Las pestañas son
los labios que nos permiten e impiden el paso a la copa de champán
del vergel de los ojos verdes que nos ahogan con deleite y angustia.
No hay nada más humano, más mundano y más angelical al mismo
tiempo que un par de ojos... algo tan esquivo y tan cercano, algo que
nos mate con tortura tan dolorosa y deliciosa como la ausencia de la
visión de las pupilas más amadas y deseadas.
Los ojos son el faro, el riachuelo y el océano abierto, el arroyo
Guadalquivir, un minúsculo mundo de sol y luna, de universo, de
estrellas y de brújula desnortada y de adorable locura. Nadie
querría vivir sin ahogarse en el pozo del agua de la existencia de
la llama que arde a través de la vista, y sin embargo nadie querría
quemar vivo bajo su guillotina, tampoco. El combate del no querer por
lo que moriría por gusto.
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