Textos por orden alfabético inverso publicados por Edu Robsy | pág. 52

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editor: Edu Robsy


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Última Campaña

Javier de Viana


Cuento


—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.

—¿Y no hay peligro de perderse?

—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—De nada, amigo. Adiosito.

Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.

Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.

Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.

Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Ulises

James Joyce


Novela


1. Telémaco

MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afei­tar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba de­licadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

—Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:

—¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemen­te tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormila­do, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fría­mente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.

—¡Al cuartel! dijo severamente.

Añadió con tono de predicador:

—Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silen­cio, todos.

Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbi­do de atención, luego quedó absorto unos momentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contesta­ron en la calma.

—Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es su­ficiente. Corta la corriente ¿quieres?


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911 págs. / 1 día, 2 horas, 34 minutos / 639 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ubazakura

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace trescientos años, en la aldea de Asamimura, distrito de Osengõri, provincia de Iyõ, vivía un buen hombre llamado Tokubei. Este Tokubei era la persona más rica del distrito, y el muraosa, o jefe de la aldea. La suerte le sonreía en muchos aspectos, pero alcanzó los cuarenta años de edad sin conocer la felicidad de ser padre. Afligidos por la esterilidad de su matrimonio, él y su esposa elevaron muchas plegarias a la divinidad Fudõ Myõ Õ, que tenía un famoso templo, llamado Saihõji, en Asamimura.

Sus plegarias no fueron desoídas: la mujer de Tokubei dio a luz una hija. La niña era muy bonita, y recibió el nombre de O—Tsuyu. Como la leche de la madre era deficiente, tomaron una nodriza, llamada O—Sodé, para alimentar a la pequeña.

O—Tsuyu, con el tiempo, se transformó en una hermosa muchacha; pero a los quince años cayó enferma y los médicos juzgaron irremediable su muerte. La nodriza O—Sodé, quien amaba a O—Tsuyu con auténtico amor materno, fue entonces al templo de Saihõji y fervorosamente le rogó a Fudõ—Sama por la salud de la niña. Todos los días, durante quince días, acudió al templo y oró; al cabo de ese lapso, O—Tsuyu se recobró súbita y totalmente.

Hubo, pues, gran regocijo en casa de Tokubei; y éste ofreció una fiesta a los amigos para celebrar el feliz acontecimiento. Pero en la noche de la fiesta O—Sodé cayó súbitamente enferma; y a la mañana siguiente, el médico que había acudido a atenderla anunció que la nodriza agonizaba.

Abrumada por la pena, la familia se congregó alrededor del lecho de la moribunda para despedirla. Pero ella les dijo :


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1 pág. / 2 minutos / 98 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

¡U-á… U-á!

Iván Turguéniev


Cuento


Yo vivía entonces en Suiza… Era muy joven, tenía mucho amor propio y estaba muy solo. Yo vivía de modo penoso, sin júbilo. Sin haber visto nada aún, ya me aburría, agotaba y enojaba. Todo en la tierra me parecía ínfimo y trivial, y, como sucede a menudo con los hombres muy jóvenes, acariciaba con malicia secreta la idea del… suicidio. “Les probaré… me vengaré…” —pensaba… ¿Pero qué probar? ¿Qué vengar? Eso yo mismo no lo sabía. En mí, simplemente, se fermentaba la sangre, como el vino en un recipiente taponeado… y me parecía, que debía dejar que se derramara ese vino al exterior, y que era hora de romper el recipiente que lo constreñía… Byron era mi ídolo, Manfredo mi héroe.

Una vez, al atardecer, yo, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres, allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban solo peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía, incluso, el rugido de la cascada!

¿Qué intentaba hacer allí?… yo no sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!

Yo me dirigí…

Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero, subía más alto… más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas casas, los últimos árboles… Las piedras, solo piedras había alrededor; una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero; por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.

Yo me detuve, finalmente.

¡Qué silencio terrible!

Era el reino de la muerte.

Y yo estaba solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante, desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me imaginaba grandioso!..

¡Un Manfredo, y basta!


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1 pág. / 3 minutos / 53 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Tula Varona

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Los perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 212 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tu Nombre

Eduardo Robsy


Poesía


Ayer te vi venir, bajando la calle,
andando orgullosa, pies descalzos,
sonrisa triste y paso firme,
desnudo tu cuerpo, única verdad,
perseguida por una jauría de lobos,
los golpes y heridas recientes
sobre tu piel tan blanca, tan amada.

Me dijeron: no la mires, no es tuya,
y miré hacia otra parte, no quise ver.
No quise ver cómo te rodearon.
No miré cuando taparon tu cuerpo
con sucios trapos, para protegerte
decían ellos, de ti misma.
Ni cuando a golpes te dejaron tendida,
apenas sombra de ti misma, en el suelo,
y los más crueles de ellos, riendo,
te sujetaron con bozal y correa.

Los más atrevidos, cuerpos henchidos,
te humillaban, te mancillaban,
gritaban muy alto tu nombre,
diciéndose tus dueños, pero sin mirarte,
apartándose entre ellos a empellones,
reclamando tus despojos como botín.

Mis mayores recuerdan todavía un mundo
en el que tú no eras más que un sueño,
y cada día, para ellos, una pesadilla
de la que tardaron medio siglo en despertar.
Vertiendo su sangre conjuraron tu nombre,
y de su sacrificio naciste tú, pura luz.

Nosotros, hijos descastados, te repudiamos.
Tu desnudez desluce nuestros ricos ropajes,
culpamos a tu piel blanca de nuestras negras ideas
y cada palabra que proteges y nos ofende,
se convierte en un espinoso látigo
con el que golpearte hasta que callas.

Me cuentan que en otros barrios,
en otras calles no tan lejanas,
nunca han sabido de ti, o peor aún,
conociéndote, han fingido olvidarte.
A quien, en tu ausencia, menciona tu nombre,
le insultan, le golpean y le silencian.
Y quién así reprime, dice hacerlo en tu nombre.


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Creative Commons
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Publicado el 15 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Tu Llanto y mi Risa

Felipe Trigo


Cuento


¿Te acuerdas?

Era como hoy. Un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.

Era cualquier mañana, quizá hermosa y sonriente, en que yo, mirando un rayo de sol y contemplando el cielo, esperaba, tras los ensueños dulces de la noche, a que las vidrieras de tu cuarto se entreabriesen mostrándome en la gloria de tu faz la alborada de mi alma. Tú perezosa, yo impaciente, a veces con miedo de turbar tu sueño, entraba de puntillas hasta el lecho. Dormías. Te besaba en los ojos y estremeciéndote como en una convulsión, me volvías la espalda sin mirarme, sin hablar, rebujándote hasta la frente en la seda azul y en los encajes.

¡El enfado!

¿Hablarte?... inútil. ¿Besarte más, en el cuello, en la oreja, en el nudo de oro de tu pelo? Cada beso era una descarga eléctrica para aumentar tu rabia.

¿Qué tenías? Bah, cualquier motivo insignificante e injusto, que me manifestabas al fin seco apóstrofe de desprecio, con tenacidad convencida de histérica, rebelde a toda explicación. La intentaba yo, aunque sabía su ineficacia de antemano, y herido luego en la grandeza de mi cariño por las pequeñeces de tu espíritu de mujer, me alejaba de ti y de tu cuarto, altivo como tú, pero más triste...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 39 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tropiquillos

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.

Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.


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14 págs. / 24 minutos / 398 visitas.

Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Troilo y Crésida

William Shakespeare


Teatro, Comedia


Dramatis personae

El PRÓLOGO

PRÍAMO, rey de Troya

HÉCTOR
TROILO
PARIS
DEÍFOBO
HÉLENO, hijos de Príamo

MARGARELÓN, hijo bastardo de Príamo

ENEAS
ANTENOR, jefes troyanos

CALCAS, sacerdote troyano
CRÉSIDA, hija de Calcas
PÁNDARO, tío de Crésida
ALEJANDRO, criado de Crésida
ANDRÓMACA, esposa de Héctor
CASANDRA, hija de Príamo
Criados de Troilo y de Paris, músicos, soldados, acompañamiento.

AGAMENÓN, general de los griegos
MENELAO, rey de Esparta y hermano de Agamenón

ULISES
AQUILES
ÁYAX
NÉSTOR
DIOMEDES
PATROCLO
TERSITES, jefes griegos

HELENA, esposa de Menelao

Criado de Diomedes, soldados, acompañamiento.

Prólogo

[Entra el PRÓLOGO en armas.]


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82 págs. / 2 horas, 24 minutos / 559 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Triunfo Amargo

Javier de Viana


Cuento


A José R. Gómez.


Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa, estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre, cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su padre.

Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.

El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.

Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.

Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 30 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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