Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 1 de octubre de 2018 | pág. 2

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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 01-10-2018


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El Engendro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Invitado por los alegres amigos a comer las uvas y festejar la entrada del año joven en un hotel de los de moda y lujo, allá me fui a las diez de la noche, de frac y gardenia en el ojal, como buen mundano.

La mesa, reservada desde cuatro o cinco días antes (andaban solicitadísimas), lucía, un centro de grandes y desflecados crisantemos amarillos. El anfitrión, Gerardo Martí, opulento banquero, debía de estar nervioso, porque ante los crisantemos se puso como un grifo, alegando que le recordaban el cementerio y las adornadas sepulturas, y que esa flor de muertos no debe figurar en banquete alguno. Yo pensaba como él; pero, de esas rarezas que hay, se me antojó llevarle la contraria y declarar que los crisantemos «daban una nota de color» preciosa. Martí, naturalmente colérico, contestó entre dientes un refunfuño desagradable, envuelto en forzada sonrisa. Ya con esto la bisque me cayó mal. Todo el mundo estaba cohibido y faltaba expansión.

Por renegar de algo y de alguien, Martí comenzó a decir pestes del año que concluía. ¡Año fatal, funesto, de hambre y miseria, de guerra con careta de paz, de malestar universal, de epidemias obscuras y traidoras, de ruina de haciendas y de crímenes sin castigo! ¡Año que debiera borrarse de la Historia! La voz irónica de Angelito Comején, siempre guasón, se alzó murmurando:

—Sí, año fatal... Y también de bonitos dividendos, ¿no, amigo Martí?

El hombre de banca se contrajo, porque era directo y acertado el golpe. Renegaba del año ya expirante; pero se guardaba de decir cómo había crecido en él su fortuna, cual espuma en batida chocolatera, a favor de las mismas calamidades que lamentaba. Se volvió hacia Angelito, como si le hubiesen pisado, y gruñó:

—Veo que recogen ustedes las paparruchas del vulgo... ¡Si estaré cansado de oír...!


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Enemigo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día en que por primera vez vestí el uniforme fui, ante todo, a visitar a mi tía Flora, que en cierto modo me había servido de madre. Entré pavoneándome, y ella me tendió sus brazos flacos y sus labios marchitos.

—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!

Se levantó, abrió un escritorio antiguo en que brillaban bronces y, caída la curva tapa de un cajoncillo, sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes... Siempre a ración de dinero, que mi tutor me regateaba, me alegraron las pajarillas aquellas monedas de oro. ¡Al fin podría probar fortuna en el juego! De todas las tentaciones que acometen a la juventud, ésta era la única que latía en mis venas, impetuosa. Sentía una inexplicable corazonada; estaba seguro de ganar, de ganar sin tino, apenas arriesgase la aventura. Mi tía vio la emoción que me causaba su regalo, y con inquietud, dándome cariñosa bofetadita, me preguntó:

—¿Qué pensamos hacer con ese dinero? ¿Calaveradas?

Y como yo balbuciese no sé qué, añadió maternalmente:

—No creas que soy una vieja rara... Ya sé que los muchachos han de divertirse; es muy natural... Lo único que te encargo es que no entre en tus diversiones el juego, ¿entiendes?

Me estremecí. Sin duda, aquella señora, alejada del mundo y candorosa como una monjita recoleta, leía en mi pensamiento, presentía lo no realizado aún...

Haciéndome sentar en una poltrona deslucida, de rico Aubusson, se dispuso a continuar la plática:

—El juego —declaró enfáticamente— es una cosa en que interviene el Enemigo. ¿No lo crees? ¿Eres escéptico, Fermín? Mira que te lo digo hoy, en una ocasión para ti señalada, cuando estrenas tu uniforme y contraes el deber de ser cristiano y caballero. No dejes que el Enemigo se apodere de ti. Andará a tu alrededor, de seguro, rondando y olfateando presa.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Espinas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada vez que yo le hacía observaciones a mi amigo Sabino Ruilópez acerca de su próximo matrimonio, me oía tratar de romántico, de fantástico y hasta de necio.

—Pero, criatura —me decía, protegiéndome, pues tenía dos años más que yo—, ¿pensarás que no comprendo por qué sientes ese recelo contra mi novia? Son las espinas, las dichosas espinas. ¡Bah! Yo miro las cosas equilibradamente, y no veo en esas espinas el menor obstáculo para la felicidad conyugal.

La novia era hija de otro Ruilópez, primo hermano del padre del novio, por tanto, prima segunda de su futuro, lo cual había facilitado las relaciones. Nació la niña un día de Semana Santa, y la madre quiso que se le pusiese de nombre María del Martirio, y se empeñó en que traía, alrededor de la sien, una corona de espinas. Preguntado el médico, declaró que no había tal corona, y que sólo se observaban en la frentecita de la recién nacida, y entre la pelusa que cubría su cráneo, unas manchas rosa, como huellas de picadas de alfileres. No se necesitó más para acreditar la leyenda. Al morir, poco después, su madre, se hicieron tristes vaticinios respecto a la niña; o moriría también, o su destino sería el convento.

Se crió, no obstante, normalmente, aunque un poco reconcentrada de carácter y enemiga de bullicio y diversiones. Apenas tuvo amigas, y como sólo vio a su primo, fue natural que la idea de ser su esposa germinase en su espíritu, casi sin preparación. Sabino se empeñó en llevarme a la casa de María del Martirio, no comprendiendo yo, al pronto, la razón de tal empeño. Luego él mismo acabó por confesarme que se aburría un poco en aquella vivienda melancólica. Después de casado, sería otra cosa, ya se las arreglaría él para transformar a Martirio. Hablaba de Martirio como de algo que le pertenecía, y reía fatuamente, seguro de apoderarse de los últimos resortes secretos de su voluntad.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los de Mañana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La institutriz acababa de entrar en el dormitorio, acompañada de la doncella, que, dirigiéndose al gabinete contiguo, abría las maderas y los grifos del baño, y preparaba toallas, frascos y enseres de tocador. La niña se metió los dedos entre la melena, abrió la boca en un desperezo y se dispuso a dejar las sábanas. ¡Qué bien se estaba en la cama! Y no había remedio... Madame —la institutriz era una viuda cuarentona— no transigía con esto... Bueno; ni con nada. ¡Sí, transigir!

—Allons, mademoiselle Solange!

Antes —este adverbio se refería a tiempos felices— madame Moutier, algo seriota, pero mujer excelente, gastaba otro genio, y Solange podía a veces hacer su santo gusto. Ahora, desde que el hijo de la institutriz se encontraba en el frente, la madre, sin hacer jamás alusión a sus angustias, vivía en perpetua tensión, y su nerviosismo se revelaba en un celo exagerado, en el más allá del cumplimiento del deber. Ni un momento de descuido...

—Allons, mademoiselle...

La niña dependía de la hora, del relojillo de acero que Madame llevaba, pendiente de un cordón, deslizado entre dos ojales de su severo corpiño. Aquel ojo gris regulaba los actos del día. Tantos minutos para el baño... Tantos para la toilette... Hora y cuarto de paseo...


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Frac

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Le conocí, y le conocíamos los pocos aficionados a cierta clase de estudios, en los cuales él era indiscutible maestro... Pero decir que le conocíamos no significa que estuviésemos enterados de ninguna intimidad suya; casi no sabíamos las señas de su domicilio. Era, para todos nosotros, un señor algo huraño, tímido entre gentes, vestido con el descuido propio de los sabios; y a lo mejor no le veíamos en tres años, a no tropezarle casualmente en alguna librería de viejo o en los pasillos de alguna Academia, un día de recepción... Ni frecuentaba cafés ni sitios públicos, y se le olvidaba sin sentir, entre la penumbra telarañosa que envuelve a las seminotoriedades, de las cuales nadie se acuerda, como no sea para exclamar enfática y distraídamente: «¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡Don Pedro Hojeda de las Lanzas! ¡Una eminencia! ¡Creo que ha escrito últimamente unos trabajos!». «¿Sobre qué?». «Hombre, deje usted que haga memoria». Y rara vez la hacían.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Engaño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acababa de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo meciéndome en el cierre de cristales de mi casa, después de la comida a la española embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la vista, siempre nueva de la bahía, donde los barcos se cuelan como alciones en su nido; y una pereza deliciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió la portier y entró, agitado, mi amigo y consocio en varios círculos. Valentín Beleño. Sólo con mirarle comprendí que algo extraordinario le ocurría. Como yo, Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana prosa; despacha su labor oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerto, o punto menos para que Beleño se propine tal sofoco.

En palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de toda esta ganga de viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mientras no llega el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa, duerme el sueño sin despertar, en el cementerio disidente, llamado por el vulgo «de los canes». A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de dos horas para hacerlo.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

En el Pueblo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde que habían tomado aquella criada, los esposos no podían evitar cierta inquietud, que se comunicaban en frases embozadas y agoreras, en alusiones intencionales y hasta, sin necesidad de palabreo, con un enarcar de cejas o un leve guiño.

¿Qué tenía de particular la Liboria para que se justificase tal impresión? Ahí está lo raro: mirándolo bien, nada. Era una zagalona de veintidós a veintitrés años, de buenas carnes y ojinegra, que había venido recomendada por el señor maestrescuela de la catedral de Toledo; porque en el pueblo casi no se encontraba servicio, y además las «chicas» parecían hechas de corteza de alcornoque, y ni tenían idea de cómo se enhebra la aguja. Los amos de Liboria debían, eso sí, confesarlo: era modosa, en el coser revelaba la enseñanza de las monjitas. Cogía de un modo invisible los puntos de las medias, y hacía con el ganchillo tapetes, colchas y respaldos de sillón, que daban gozo. Guisaba medianamente platos de cocina pobre, sin malicia, pero sartenes y cazos relucían de limpieza, lo cual, dígase lo que se diga, no deja de contribuir a despertar el apetito. De manera que, en suma, la sirviente cumplía su obligación como ninguna de sus predecesoras la había cumplido jamás. Don Lucas, el amo, farmacéutico con pujos de ilustración, no acertaba a negarlo; pero doña Flora, su mujer, mantenía en él la escama, la desconfianza indefinible. No pudiendo dar otras razones, sostenía los principios de esa endogamia que de pueblo a pueblo se mantiene viva, como en los tiempos de las tribus.

—No es deaquí. ¡Eso hay que mirarlo, hijo! Debimos pensarlo.


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La Emparedada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Reclinada sobre tapices persas, pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.

¿Por qué la aborrece el zar? La zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las hijas de la Georgia. Su piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina, al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen desconoce el alma donde reinan.

Se oyen ladridos de perros, relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina, temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso, el zar la rechaza.


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Filosofías

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La desgracia —opinó Lucio Dueñas, muy aficionado a sostener paradojas— no consiste en nada grande ni terrible: los días peores de la vida son a veces aquellos en que, sin sucedernos cosa importante, nos abruman mil chinchorrerías. ¿Qué prefiere usted: que la maten de un tiro o que le tuesten a fuego lento, con brasitas que eternizan el dolor?

Mauro Pareja, allí presente —porque esta conversación se desarrollaba en el vestíbulo del Casino de la Amistad, al cual nos habían traído, complacientes, el café y la botellita de vino—, confirmó las palabras de Dueñas.

—He conocido —dijo— un caso... Me perdonarán que no cite nombres... Era un señor a quien traté en Madrid y que tenía una mujer, por cierto, encantadora. No sólo era guapa, que eso suele ser lo de menos, sino que poseía propiedades inestimables para la vida de familia: todo lo prevenía, todo lo arreglaba bien; con ella no había sorpresas desagradables... Es decir... ¡Debo confesar que hubo una!... Hasta desagradabilísima... ¡Pero fue la única!...

Todos miramos, no sin maliciosa expresión, a Pareja, que se puso algo escarlata y adoptó una expresión indiferente para disimular.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Dulces del Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Como el Añito nuevo tenía tan buena traza y estaba tan monín con su traje de marinero y sus bucles rubios, la gente le piropeaba en la calle; algunas mujeres, más atrevidas, besaban sus mejillas frescas de adolescente, y, a su paso, un rumor de simpatía le halagaba, una oleada de adoración le envolvía.

El Añito quiso corresponder cariñosamente a tantas demostraciones, y, metiendo la diestra en la bolsa de raso que llevaba pendiente del brazo izquierdo, sacaba diminutos objetos liados en papel de oro; sin duda bombones. La dádiva del Año era recibida con explosiones de entusiasmo y gratitud. Aquellos envoltorios dorados no podían menos de traer dentro algo sabrosísimo. Y un coro de bendiciones se alzaba, mientras la gente, palpitando de esperanzas vivaces, desliaba las envolturas e hincaba el diente a las golosinas, regalo del lindo mocoso, que sonreía al hacer el obsequio...

Rápidamente cundía la voz:

—¡El Año nuevo regala dulces!

Desde gran distancia acudía la gente, corriendo, al cebo del reparto halagador. Los dulces habían de ser distintos de los conocidos ya, y mejores, amén de distintos. La muchedumbre se comunicaba impresiones, y, suplicante, alzaba las manos. Notó el Año nuevo que cuantos le rodeaban pidiendo un dulcecito se declaraban muy desgraciados, muy combatidos por la vida, muy frustrados en todas sus aspiraciones y deseos.

—¡Año nuevo! —exclamaban—. ¡Niño bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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