Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de
un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el
blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer
del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito
agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara,
para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los
pisos.
Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y
hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja
al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.
Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a
la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las
cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol
grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal
de los casales.
En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca,
dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una
hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido
acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el
vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen
que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del
aposentillo.
Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja
agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de
azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en
los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.
En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos
butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados,
todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de
una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de
capuchinas.
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