Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en
el cielo, sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol
cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la
vida mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de
los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.
Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.
De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene
temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus
pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una
niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante,
luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos
cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entretanto.
Soñaba en otra niña como aquella, que fue su raíz de
vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el
hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.
De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que
dormía, los volvió al caminante, y cual quien habla con un viejo
conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?» Y el caminante respondió: «¿Y mi
nieta?» Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su
abuelo, con quien vivía sola —en soledad de compañía solos—, partió al
azar de casa, buscando… no sabía qué…: más soledad acaso.
—Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta —le dijo el caminante.
—¡Es que mi abuelo se murió! —dijo la niña.
—Volverán a la vida y al camino —contestó el viejo
—Entonces… ¿vamos?
—¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!
—No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero
volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme.
Es mejor al poniente, todo derecho.
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