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La Niña de Luzmela

Concha Espina


Novela


PRIMERA PARTE

I

Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo que parecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, de tarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.

En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo se conmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar, correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces, compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:

—Son los malos…, los malos…; siempre estuvo el mi pobre poseído….

Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría disparatada y sonriendo con mucha tristeza.

En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos garzos y profundos, le había dicho con fervor:

—Llámame padre…, ¿oyes?… llámame padre.

La niña, trémula, decía que sí.

Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana, llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía «a escucho»:

—Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?

También la niña respondía que sí.

 

Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, un zumbido penoso en la cabeza…. ¿Iría a morirse ya?

El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, que habiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas, no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con la mansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.


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118 págs. / 3 horas, 27 minutos / 470 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Viajes de Gulliver

Jonathan Swift


Novela, Viajes, Sátira


Primera parte. Un viaje a Liliput

Capítulo I

El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado...

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.


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Dominio público
303 págs. / 8 horas, 51 minutos / 747 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos

Charles Perrault


Cuento infantil


LA CENICIENTA

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.

El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.

Junto con realizarse la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.

La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.

Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.


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42 págs. / 1 hora, 14 minutos / 1.071 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Barba Azul

Charles Perrault


Cuento infantil


Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.

Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.

Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.

Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.


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5 págs. / 9 minutos / 1.556 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

A Bordo del Taymir

Emilio Salgari


Novela


CAPITULO I. LOS CAZADORES DE NUTRIAS

—Sandoe, ¿la has visto?

—Si, MacDoil; pero desapareció súbitamente.

—¿Dónde la viste?

—Allí, bajo aquella roca.

—¡No la veo! La noche está tan oscura, que me serían necesarias las pupilas de un gato para ver algo a diez pasos de la punta de mi nariz. ¿Era grande?

—¡Enorme, MacDoil! Debe de ser la misma que vi esta mañana.

—¿Tenía hermosa piel?

—Una de las más hermosas. La compañía podría obtener de ella ochocientos rublos.

—¿Sabes lo que he observado, Sandoe?

—¿Qué?

—Que desde hace unos días estas condenadas nutrias parecen asustadas.

—Lo mismo tengo observado, MacDoil. ¿Sabes desde cuándo?

—Desde la noche que oímos aquel silbido misterioso.

—¡Lo has adivinado!

—¿Quién pudo haber lanzado aquella nota? Una ballena no pudo ser.

—Quizá un mamífero de nueva especie.

—¡Hum! —dijo el que se llamaba MacDoil, meneando la cabeza—. ¡No lo creo!…

—Pues entonces…

—No sé qué decir.

—Algo debe de suceder en las costas septentrionales de esta isla. Si así no fuera, las nutrias no se mostrarían tan desconfiadas, y el mismo «Camo» estaría más tranquilo. Ayer mismo ladró muchas veces.

—Lo he oído, Sandoe, y creo…

—¡Calla!

Un murmullo extraño, pero potente, que parecía producido por un inmenso surtidor de agua brotando en la superficie del mar, seguido poco después de un agudo silbido, se oyó en lontananza hacia la costa septentrional de la isla.

Al oír aquellos ruidos, un enorme can que estaba acostado junto a una peña saltó hacia los dos hombres, y volviendo la cabeza al Norte, lanzó tres poderosos ladridos.


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187 págs. / 5 horas, 27 minutos / 1.521 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Hijo del Corsario Rojo

Emilio Salgari


Novela


PRIMERA PARTE

Capítulo I. La Marquesa de Montelimar

—¡El señor conde de Miranda!

Este nombre, pronunciado en alta voz por un esclavo galoneado, vestido de seda azul con grandes flores amarillas, y de piel negra como el carbón, produjo impresión profunda entre los innumerables invitados que llenaban las magníficas estancias de la marquesa de Montelimar, la bella, celebrada por todos los aventureros y por todos los oficiales de mar y de tierra de Santo Domingo.

El baile, animadísimo hasta aquel momento, interrumpióse de pronto, porque caballeros y damas precipitáronse casi hacia la puerta del salón grande, como atraídos por irresistible curiosidad de ver de cerca a aquel conde, que según decían había hecho volver la cabeza a mucha gente en las pocas horas que se dejó ver en las calles de la capital de Santo Domingo.

Apenas el criado negro levantó la rica cortina de damasco con ancha franja de oro, apareció el personaje anunciado.

Era un arrogante joven de veintiocho a treinta años, de estatura más bien alta, continente elegantísimo, que denunciaba al gran señor, ojos negros y ardientes, bigotes negros rizados hacia arriba, y piel blanquísima, cosa bastante extraña en un comandante de fragata, acostumbrado a navegar bajo el sol abrasador del Golfo de México.

Aquel extraño e interesante personaje, tal vez por capricho, iba vestido todo de seda roja.

Roja era la casaca, rojos los alamares, rojos los calzones, rojo el amplio fieltro, adornado con larga pluma, y también los encajes, los guantes y aun las altas botas de campaña; ¿qué más? Hasta la vaina de la espada era de cuero rojo.


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349 págs. / 10 horas, 11 minutos / 1.614 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Calandria

Rafael Delgado


Novela


I

—¡Pobrecita! —exclamaba doña Manuela, bañados en lágrimas los ojos, al apagar, de un soplo, una larga vela de cera, amarillenta y quebrada en tres pedazos, y extinguiendo con las extremidades del índice y pulgar humedecidas en saliva, el humeante pábilo—. ¡Esta noche se nos va! ¡Pero, a Dios gracias, con todos sus auxilios!

—¿Y qué dijo el médico? —preguntó Petrita, la hija de la casera, alargando a su interlocutora otra vela.

—Dijo esta mañana que no tiene cura, y mandó que se dispusiera luego luego para recibir el viático, antes de que le volvieran las bascas. Y ahí me tiene usted, mi alma, subiendo y bajando para arreglarlo todo, en el ínter que su mamá de usted y Paulita la del 6 ponían el altar… ¡estoy rendida! por eso no entré a ver el viático.

—Deje usted, doña Manuelita: si yo también he estado apuradísima, componiendo las botellas de flores y haciendo los moños para las velas, y eso que Tiburcita me prestó los que le sirvieron el año pasado en el altar de Dolores, que si no, no acabo.

—Y está el altar que da gusto verlo; se parece al que ponen en Santa María las hijas de María —dijo, tomando parte en la conversación, una mujer de prominentes caderas y marcado bigote—; como que el padre lo ha estado mirando y remirando, como si dijera: ¡qué lindo está!

—¡Y qué tan a tiempo traje la sobrecama! —repuso doña Manuela—. ¡Con razón me dijo el gordito de La Iberia, cuando saqué el género, que estaba buena hasta para un altar! ¡Ya lo vimos… y está nuevecita!… Ya sirvió en el altar y no he de usarla. Ya lo sabe usted, Petrita: para el viernes de Dolores ahí la tiene. Yo haré los sembraditos y las aguas de color.

—Muchas gracias, Manuelita; la Virgen se lo pagará todo y no olvidará la buena voluntad.


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Dominio público
295 págs. / 8 horas, 37 minutos / 502 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Sala Número Seis

Antón Chéjov


Novela corta


I

Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.

El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.

El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.


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Dominio público
60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 1.986 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Don Gil de las Calzas Verdes

Tirso de Molina


Teatro, Comedia


Personas que hablan en ella

DOÑA JUANA
DON DIEGO
DON MARTÍN
DON ANTONIO
DOÑA INÉS:
CELIO
DON PEDRO, viejo
FABIO
DOÑA CLARA
DECIO
DON JUAN
VALDIVIESO, escudero
QUINTANA, criado
AGUILAR, paje
CARAMANCHEL, lacayo
UN ALGUACIL
OSORIO
MÚSICOS

Acto primero

(Sale Doña Juana de hombre con calzas y vestido todo verde, y Quintana, criado).

QUINTANA:
Ya que a vista de Madrid
y en su Puente Segoviana
olvidamos, Doña Juana,
huertas de Valladolid,
Puerta del Campo, Espolón,
puentes, galeras, Esgueva,
con todo aquello que lleva,
por ser como inquisición
de [la] pinciana nobleza,
pues cual brazo de justicia,
desterrando su inmundicia
califica su limpieza;
ya que nos traen tus pesares
a que desta insigne puente
veas la humilde corriente
del enano Manzanares,
que por arenales rojos
corre, y se debe correr,
que en tal puente venga a ser
lágrima de tantos ojos;
¿no sabremos qué ocasión
te ha traído desa traza?
¿Qué peligro te disfraza
de damisela en varón?

JUANA:
Por agora no, Quintana.


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Dominio público
58 págs. / 1 hora, 43 minutos / 527 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Genio del Pesacartas

Teresa de la Parra


Cuento


Esta era una vez un gnomo sumamente listo e ingenioso: todo él de alambre, paño y piel de guante. Su cuerpo recordaba una papa, su cabeza una trufa blanca y sus pies a dos cucharitas. Con un pedazo de alambre de sombrero se hizo un par de brazos y un par de piernas. Las manos enguantadas con gamuza color crema no dejaban de prestarle cierta elegancia británica, desmentida, quizás, por el sombrero que era de pimiento rojo. En cuanto a los ojos, particularidad misteriosa, miraban obstinadamente hacia la derecha, cosa que le prestaba un aire bizco sumamente extravagante.

Lo envanecía mucho su origen irlandés, tierra clásica de hadas, sílfides y pigmeos, pero por nada en el mundo hubiera confesado que allá en su país había modestamente formado parte de una compañía de menestriles o cantores ambulantes: semejante detalle no tenía por qué interesar a nadie.

Después de sabe Dios qué viajes y aventuras extraordinarias, había llegado a obtener uno de los más altos puestos a que pueda aspirar un gnomo de cuero.

Era el genio de un pesacartas sobre el escritorio de un poeta. Entiéndase por ello que instalado en la plataforma de la máquina brillante se balanceaba el día entero sonriendo con malicia. En los primeros tiempos había sin duda comprendido el honor que se le hacía al darle aquel puesto de confianza. Pero a fuerza de escuchar al poeta, su dueño, que decía a cada rato: “¡Cuidado!, que nadie lo toque, que no le pasen el plumero. Miren qué gracioso es … ¡Es él quien dirige el vaivén de billetes y cartas! …” Había acabado por ponerse tan pretencioso que perdió por completo el sentido de su importancia real —y esto al punto de que cuando lo quitaban un instante de su sitio para pesar las cartas, le daban verdaderos ataques de rabia y gritaba que nadie tenía derecho a molestarlo, que él estaba en su casa, que haría duplicar la tarifa y demás maldades delirantes.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 741 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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