Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un
cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una
verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en
aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de
filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su
fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
Era noble, había nacido entre el estruendo de las
armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar
la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que
leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en
el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros,
los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los
días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor?
—preguntaba algunas veces su madre.
—No sabemos —respondían sus servidores:— acaso estará
en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba,
prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los
muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por
debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en
contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los
fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En
cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal
modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le
siguiese a todas partes.
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