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Juan Poltí, Half-back

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.

Tal es el caso de Juan Poltí, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar: por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.

Poltí tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicando enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Poltí fue feliz.

Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Poltí deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto: «Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado».

Él quería decir «blasón», pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.

Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.

La gloria lo circundaba como un halo. «El día que no me encuentre más en forma», decía, «me pego un tiro».


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2 págs. / 4 minutos / 207 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A París

Carlos Gagini


Cuento


Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
 

Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.

—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.

¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas?

—No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.

Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.


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Dominio público
13 págs. / 22 minutos / 322 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor Asesinado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 1.268 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Selva Invasora

Rudyard Kipling


Cuento


Hierba, flor, enredadera,
tended un velo sobre todo esto:
hay que borrar de esta raza
hasta el más mínimo recuerdo.

Negra ceniza cubra sus altares,
luego de la lluvia sutil
la leve huella quede por siempre
impresa en ellos.

El campo yermo sea
del gamo el lecho; nadie a asustarlo vaya
ni a turbar a sus pequeñuelos.

Derrúmbense los muros cediendo
a su propio peso;
que nadie lo sepa,
ni nadie en pie de nuevo los vea.


Después de leer los primeros cuentos de esta obra, debemos recordar que, una vez que Mowgli clavó la piel de Shere Khan en la Peña del Consejo, dijo a cuantos quedaban en la manada de Seeonee que de ahí más, cazaría solo en la Selva; entonces, los cuatro hijos de papá Lobo y de su esposa dijeron que ellos también cazarían en su compañía.

Mas no es cosa fácil cambiar de vida en un momento... sobre todo en la selva. Lo primero que hizo Mowgli cuando se dispersó la manada al marcharse los que la formaban, fue dirigirse a la cueva donde había tenido su hogar y dormir allí durante un día y una noche. Después les refirió a papá Lobo y a la mamá cuanto creyó que podrían entender de todas las aventuras que había corrido entre los hombres. Luego, cuando, por la mañana, se entretuvo en hacer que brillara el sol sobre la hoja de su cuchillo (que le había servido para desollar a Shere Khan), confesaron ellos que algo había aprendido.

Después Akela y el Hermano Gris hubieron de narrar la parte que habían tomado en la gran embestida de los búfalos del barranco; con tal de oírlo todo, Baloo subió penosamente la montaña, y por su parte Bagheera se rascaba de gusto al ver cómo había dirigido Mowgli su batalla.


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36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 182 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Vida de Marco Bruto

Francisco de Quevedo y Villegas


Biografía, Tratado, Política


Mujeres dieron a Roma los reyes y los quitaron. Diolos Silvia, virgen, deshonesta; quitolos Lucrecia, mujer casada y casta. Diolos un delito; quitolos una virtud. El primero fue Rómulo; el postrero, Tarquino. A este sexo ha debido siempre el mundo la pérdida y la restauración, las quejas y el agradecimiento.

Es la mujer compañía forzosa que se ha de guardar con recato, se ha de gozar con amor y se ha de comunicar con sospecha. Si las tratan bien, algunas son malas. Si las tratan mal, muchas son peores. Aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía dellas. Más pueden con algunos reyes, que con los otros hombres, porque pueden más que los otros hombres los reyes.

Los hombres pueden ser traidores a los reyes, las mujeres hacen que los reyes sean traidores a sí mismos, y justifican contra sus vidas las traiciones. Cláusula es ésta que tiene tantos testigos como letores.

He referido primero la descendencia de Marco Bruto que los padres, porque en el nombre y en el hecho más pareció parto desta memoria que de aquel vientre.

Tenía Bruto estatua; mas la estatua no tenía Bruto, hasta que fue simulacro duplicado de Marco y de Junio. No pusieron los romanos aquel bulto en el Capitolio tanto para imagen de Junio como para consejo de bronce de Marco Bruto. Fuera ociosa idolatría si sólo acordara de lo que hizo el muerto y no amonestara lo que debía hacer al vivo. Dichosa fue esta estatua, merecida del uno y obedecida del otro.

No le faltó estatua a Marco Bruto, que en Milán se la erigieron de bronce; y pasando César Octaviano por aquella ciudad, y viéndola, dijo a los magistrados:

—Vosotros no me sois leales, pues honráis a mi enemigo en mi presencia.


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108 págs. / 3 horas, 10 minutos / 308 visitas.

Publicado el 10 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Jayón

Concha Espina


Cuento


I

ROSA DE ZARZA.—EL JAYÓN.—EL DARDO DE UNA SOSPECHA.—AMANECER…


Entreabrió Marcela un poco la ventana y, sin vestirse, apoyándose en el lecho recién abandonado se puso a mirar con obstinación a los dos nenes que dormían arropados en una escanilla, la humilde cuna montañesa. Eran en todo semejantes: robustos, encarnados, con las cabecitas muy juntas, parecían nacidos a la vez, como esos capullos de las rosas fuertes que se abren en dos botones rojos y ufanos bajo un mismo rayo de sol.

Fuerte rosa de bizarra hermosura, la madrugadora mujer que contemplaba a los niños no trasciende a cultivo selecto de jardín; es joven y arrogante, pálida y tranquila, con el encanto agreste y puro de una rosa de zarza. Su belleza, medio desnuda, se estremece al influjo de una sorda inquietud, y, sin embargo, el rostro, impasible y hermético, no delata la oscura turbación.

Con los profundos ojos clavados en la cuna, Marcela revive, una vez más, sus incertidumbres a partir de la reciente noche en que, dormida con el nene en los brazos, la despertó la voz de su marido:

—¿No oyes?

—No… ¿Qué sucede?

—Escucha…

—Es un niño que llora a la puerta.

—¿Un niño que llora?… ¡Si parece un recental que plañe!

—Pues es un nene pequeñín, como el nuestro.

—¿Un jayón, entonces?

—Sin duda.

—Y ¿qué hacemos?

—Abrir, y recogerle hasta la mañana.

Andrés se levantó, muy presuroso, y la moza vió al instante cómo la oscuridad del campo dormido se asomaba al portón abierto frente a la alcoba matrimonial.

Luego, el llanto de la abandonada criatura resonó más apremiante y sensible dentro del dormitorio.

Incorporada y absorta, Marcela recibió aquel hallazgo lamentable y le acercó a la luz.


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29 págs. / 50 minutos / 218 visitas.

Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Huevos Arrefalfados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué compasión de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?

Martina criaba los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado; Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola…, y con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo.


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7 págs. / 12 minutos / 177 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Paz en la Guerra

Miguel de Unamuno


Novela


I

por los años de cuarenta y tantos una tienducha de las que ocupaban medio portal á lo largo, abriéndose por una compuerta colgada del techo, y que á él se enganchaba una vez abierta; una chocolatería llena de moscas, en que se vendía variedad de géneros, una minita que iba haciendo rico á su dueño, al decir de los vecinos. Era dicho corriente el de que en el fondo de aquellas casas viejas de las siete calles, debajo de los ladrillos tal vez, hubiese saquillos de peluconas, hechas, desde que se fundó la villa mercantil, ochavo á ochavo, con una inquebrantable voluntad de ahorro.

A la hora en que la calle se animaba, á eso del medio día, solíase ver al chocolatero de codos en el mostrador, y en mangas de camisa, que hacían resaltar una carota afeitada, colorada y satisfecha.

Pedro Antonio Iturriondo había nacido con la Constitución, el año doce. Fueron sus primeros de aldea, de lentas horas muertas á la sombra de los castaños y nogales ó al cuidado de la vaca, y cuando de muy joven fué llevado á Bilbao á aprender el manejo del majadero bajo la inspección de un tío materno, era un trabajador serio y tímido. Por haber aprendido su oficio durante aquel decenio patriarcal debido á los cien mil hijos de San Luís, el absolutismo simbolizó para él una juventud calmosa, pasada á la penumbra del obrador los días laborables, y en el baile de la campa de Albia los festivos. De haber oído hablar á su tío de realistas y constitucionales, de apostólicos y masones, de la regencia de Urgel y del ominoso trienio del 20 al 23 que obligara al pueblo, harto de libertad según el tío, á pedir inquisición y cadenas, sacó Pedro Antonio lo poco que sabía de la nación en que la suerte le puso, y él se dejaba vivir.


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314 págs. / 9 horas, 10 minutos / 202 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

31 de Marzo

Javier de Viana


Cuento


I

En la mañana del 31 de Marzo de 1886, la infantería revolucionaria hizo alto junto á un arroyuelo de caudal escaso y márgenes desarboladas. El ejército había pernoctado el 28 en Guaviyú, vivaqueando allí mismo el 29, y en la tarde había emprendido la marcha, rumbo al Nordeste, sobre un flanco de la cuchilla del Queguay, evitando los numerosos afluentes del río de este nombre. No fué posible conseguir más que un limitado número de caballos, y las infanterías debieron hacer la jornada á pie. ¡Dura jornada!

Dos días y dos noches anduvo la pesada caravana arrastrándose por terrenos incultos cubiertos de rosetas y por abandonadas carreteras en cuyo pavimento la llanta de los vehículos pesados y la pesuña de los vacunos trashumados habían dejado, en la tierra blanda, profundas huellas que los soles subsiguientes convirtieron en duros picachos.

Los soldados, en su mayor parte, iban descalzos; y aquellos pobres pies delicados de jóvenes montevideanos sufrían horriblemente al aplastar los terrones, ó sangraban, desgarrada la fina epidermis por las aguzadas puntas de las rosetas.

No se había comido, no se había dormido, no se habían hecho en el trayecto sino pequeños altos —cinco ó diez minutos de reposo en cada hora de marcha—; y aquellos músculos, demasiado débiles para soportar tanta fatiga, comenzaron á ceder como muelles gastados.

Durante el último día, las carretas que conducían municiones y pertrechos debieron alzar varios soldados que se habían desplomado, abatidos, rendidos por el cansancio, indiferentes á las amenazas, á los insultos y hasta á los golpes, como bestias transidas que caen y no van más allá, insensibles al acicate, rebeldes al castigo.


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18 págs. / 32 minutos / 206 visitas.

Publicado el 29 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Relatos Varios de los Años 40 y 50

Felisberto Hernández


Cuentos, colección


La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita —pronto para correr— yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba; tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más.


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Dominio público
62 págs. / 1 hora, 48 minutos / 7 visitas.

Publicado el 19 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

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