Carlos Marx dijo alguna vez que la revolución social no la han de
hacer los hombres, sino las cosas, y algún marxista, no muy ortodoxo, no
muy convencido de la fe en el materialismo histórico —doctrina que es
de fe y no de razón—, ha querido corregir la fórmula del pontífice,
diciendo que son las cosas manejadas por los hombres, ó sea los hombres
manejando las cosas, los que hacen la revolución. Y nosotros, por
nuestra parte, comentando alguna otra vez ese dogma marxista, nos hemos
preguntado si es que los hombres no son también cosas, esto es: causas. Y
hasta enseres.
Cuando he aquí que, leyendo el viejo poema de Lucrecio, De rerum natura,
nos encontramos en el verso 58 de su libro III con una singularísima
expresión, que nos aclara nuestro problema al respecto. Viene hablando
Lucrecio de aquellos que, profesando no temer la muerte ni creer en la
inmortalidad del alma —perspectiva terrible para los romanos de
entonces—, se entregan, sin embargo, cuando se ven en peligro de perder
la vida, á prácticas supersticiosas. Y dice que entonces es cuando les
brotan de lo hondo del pecho sus voces verdaderas y que «desaparece la
persona, queda la cosa».
¡Eripitur persona, mane res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona.
La cual, empezando, como es ya tan sabido, por significar la máscara ó
careta con que el actor se cubría la cara para representar el personaje
de la comedia ó tragedia, pasó á ser designativa del personaje, y, por
último, del papel que uno representa, aunque sea en el coro ó la
comparsa,en el teatro del mundo, es decir, en la Historia.
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