Capítulo I
En la penumbra de la estrecha habitación, en el suelo, junto a la
ventana, yace mi padre, más largo que nunca y envuelto en un lienzo
blanco; los dedos de ambos pies se abren de un modo raro y están
engarabitados los de sus manos bondadosas, que descansan pacíficamente
sobre el pecho; sus ojos, siempre tan joviales, están tapados por los
discos negros de sendas monedas de cobre; su apacible semblante está
sombrío, y me dan miedo sus dientes, que asoman como una amenaza.
Mi madre, sólo a medias vestida, con refajo rojo, está arrodillada
en el suelo y, con un peine negro, que me solía servir a mí para aserrar
cáscaras de melón, peina el cabello blando y largo de mi padre, desde
la frente hacia la nuca; entre tanto, no para de hablar entrecortado,
con voz hueca y ronca; tiene hinchados los ojos grises, que parecen
enteramente derretirse cuando las lágrimas fluyen de ellos en gruesas
gotas.
A mí me tiene de la mano mi abuela, una señora regordeta, de cabeza
muy grande, en que llaman la atención unos ojos enormes y la nariz de
ridícula forma; viste completamente de negro y parece como blandecida; a
mí me interesa extraordinariamente aquello. También la abuela llora de
un modo peculiar y bonachón, como para hacer compañía a mi madre; al
llorar tiembla de pies a cabeza y tira de mí y me empuja hacia mi padre;
yo me resisto y me escondo detrás de ella, porque tengo mucho miedo y
como una desazón misteriosa.
No había visto nunca llorar a personas mayores, ni comprendía las palabras que repetía cien veces la abuela:
—Despídete de tu padre, que no lo volverás a ver. Se ha muerto, hijo mío, de repente y en la plenitud de la vida.
Información texto 'Días de Infancia'