Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque
revolucionario que la literatura, por su vasta influencia y
vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones,
asonadas, motines o como quiera llamárseles, poseen una característica
dominante que consiste, para los insurrectos, en la convicción de que
han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.
Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios,
relegando al olvido toda la errada fe de nuestro pasado artístico. De
éste, ni las grandes figuras cuentan. Pasaron. Hacía atrás, desde el
instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres
que por error se consideraron poetas. Son los viejos. Frente a ella,
viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora en
conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística.
Son los jóvenes, los que han encontrado por fin en este mentido mundo
literario el secreto de escribir bien.
Uno de estos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal
artístico que juzga a los muertos, como acto premonitorio del otro, del
final, en que se juzgará a los "vivos" y los muertos.
De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando
batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se
ejerce hoy conmigo. Durante veinticinco años he luchado por conquistar,
en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una
ilusión. Hoy debo comparecer a exponer mis culpas, que yo estimé
virtudes, y a librar del báratro en que se despeña a mi nombre, un átomo
siquiera de mi personalidad.
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