Hubo una gran guerra para la cual el Rey había reclutado muchas
tropas. Pero como les pagaba muy poco, no podían vivir de ella, y tres
hombres se concentraron para desertar.
Dijo el uno a los otros:
—Si nos cogen, nos ahorcarán. ¿Cómo lo haremos?
Respondió el segundo:
—¿Ven aquel gran campo de trigo? Si nos ocultamos en él, nadie nos
encontrará. El ejército no puede entrar allí, y mañana se marcha.
Metiéronse, pues, en el trigo; pero la tropa no se marchó, contra lo
previsto, sino que continuó acampada por aquellos alrededores. Los
desertores permanecieron ocultos durante dos días con sus noches; pero,
al cabo, sintiéronse a punto de morir de hambre. Y si salían, su muerte
era segura.
Dijéronse entonces.
—¡De qué nos ha servido desertar, si también habremos de morir aquí miserablemente!
En esto llegó, volando por los aires y escupiendo fuego, un dragón
que se posó junto a ellos y les preguntó por qué se habían ocultado
allí.
Respondiéronle ellos:
—Somos soldados, y hemos desertado por lo escaso de la paga. Pero si
continuamos aquí, moriremos de hambre; y si salimos, nos ahorcarán.
—Si están dispuestos a servirme por espacio de siete años —dijo el
dragón—, los conduciré a través del ejército de manera que no sean
vistos por nadie.
—No tenemos otra alternativa. Fuerza será que aceptemos
respondieron; y entonces el dragón los cogió con sus garras y,
elevándolos en el aire, por encima del ejército, fue a depositarlos en
el suelo, a gran distancia. Pero aquel dragón era el diablo en persona.
Dioles un latiguillo y les dijo:
—Háganlo restallar, y caerá tanto dinero como pidan. Podrán vivir
como grandes señores, sostener caballos e ir en coche. Pero cuando hayan
pasado los siete años, serán míos.
Y, sacando un libro y abriéndolo, los obligó a firmar en él.
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