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Holger el Danés

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería, ¡bum!, y él contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún buque, ya que entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soñado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aún en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan fuerte, que sus golpes se oirían en todos los ámbitos de la Tierra.


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5 págs. / 8 minutos / 84 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Historia del Año

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Pasaron días y semanas; poco a poco fue dejándose sentir el calor con intensidad creciente; oleadas ardorosas corrían por las mieses, cada día más amarillas. El loto blanco del Norte desplegaba sus grandes hojas verdes en la superficie de los lagos del bosque, y los peces buscaban la sombra debajo de ellas, y en la parte umbría de la selva —donde el sol daba en la pared del cortijo enviando su calor a las abiertas rosas, y los cerezos aparecían cuajados de sus frutos jugosos, negros y casi ardientes— estaba la espléndida esposa del Verano, aquella que conocimos de niña y de novia. Miraba las oscuras nubes que se remontaban en el espacio, en formas ondeadas como montañas, densas y de color azul negruzco. Acudían de tres direcciones distintas; como un mar petrificado e invertido, descendían gradualmente hacia el bosque, donde reinaba un silencio profundo, como provocado por algún hechizo; no se oía ni el rumor de la más leve brisa, ni cantaba ningún pájaro. Había una especie de gravedad, de expectación en la Naturaleza entera, mientras en los caminos y atajos todo el mundo corría, en coche, a caballo o a pie, en busca de cobijo. De pronto fulguró un resplandor, como si el sol estallase, deslumbrante y abrasador; y al instante pareció como si las tinieblas se desgarraran, con un estruendo retumbante; la lluvia empezó a caer a torrentes; alternaban la noche y la luz, el silencio y el estrépito. Las tiernas cañas del pantano, con sus hojas pardas, se movían a grandes oleadas, las ramas del bosque se ocultaban en el seno de la húmeda niebla, y volvían la luz y las tinieblas, el silencio y el estruendo. La hierba y las mieses yacían abatidas, como arrasadas por la corriente; daban la impresión de que no volverían a levantarse.


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9 págs. / 17 minutos / 97 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Gran Serpiente de Mar

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello.

La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido.

Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano.

Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas.


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10 págs. / 17 minutos / 156 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dríade

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Estamos de camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra.

Sí, nos ha tocado vivir en la época de los cuentos de hadas.

Nos hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños.

Nuestra habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los demás árboles de la plaza! Uno de ellos ha sido borrado del número de los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será trasplantado y prosperará el joven castaño.

Éste se encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en él era aún una niña. Se acordaba todavía del tiempo en que el diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación.

La dríade gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales.


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16 págs. / 28 minutos / 108 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Tempestad Cambia los Rótulos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En días remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra —pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados—, muchas cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.

Realmente debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón.


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4 págs. / 7 minutos / 80 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vieja Losa Sepulcral

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.

—Sí —decía el propietario—, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era.

—Bien se ve que es una losa sepulcral —dijo el mayor de los niños—. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.


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3 págs. / 6 minutos / 83 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Aventuras del Cardo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.

Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo.

Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo.

Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.

—Es la flor de Escocia —dijo—. Figura en el escudo de mi país. Dámela.

El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal.


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4 págs. / 7 minutos / 83 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Velas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma.

—Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde —decía—. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata.

—Debe ser una vida bien agradable la suya —observó la vela de sebo—. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.

Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.

—Sí, pero hay algo más importante que la comida —replicó la vela de cera—: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.

Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.

—Ahí tienes también una luz, amiguito —dijo—. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.

La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada:

—Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.

¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles.


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2 págs. / 5 minutos / 156 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Lo que Hace el Padre Bien Hecho Está

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador.

Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente.

Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.

—Tú verás mejor lo que nos conviene —dijo la mujer—. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado.

Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; le cepilló el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas —pensaba la mujer—. Nadie lo hará mejor que él».


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Lo que se Puede Inventar

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas.

—¡Felices los que nacieron mil años atrás! —suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?

Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos.

—¡Tengo que ir a verla! —dijo el joven.

La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta se veía una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.

«He aquí el símbolo de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.

—Anótalo —dijo ella—. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.

—Ya lo han escrito todo —dijo él—. Nuestra época no es como antes.


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3 págs. / 6 minutos / 90 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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