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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento infantil


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El Enfermo del Chacho

Edmundo de Amicis


Cuento infantil


En la mañana de cierto día lluvioso de marzo, un muchacho vestido de campesino, calado de agua y lleno de fango, con un envoltorio de ropa bajo el brazo, se presentaba al portero del hospital mayor de Nápoles a preguntar por su padre, con una carta en la mano. Tenía hermosa cara ovalada de color moreno pálido, ojos apesadumbrados y gruesos labios entreabiertos, que dejaban ver sus blanquísimos dientes. Venía de un pueblo de los alrededores de la ciudad. Su padre, que había salido de la casa el año anterior para ir en busca de trabajo a Francia, había vuelto a Italia y desembarcado hacia pocos días en Nápoles, donde enfermó tan repentinamente que apenas si tuvo tiempo de escribir cuatro palabras a su familia, para anunciarle su llegada, y decirle que entraba en el hospital. Su mujer, desolada al recibir la noticia, no pudiendo moverse de casa porque tenía una niña enferma y otra de pecho, había mandado al hijo mayor con algunos cuartos para asistir a su padre, a su chacho, como solía llamarle.

El muchacho había andado diez millas de camino.

El portero, leyendo la carta, llamó a un enfermero para que le llevase al muchacho, donde estaba su padre. “¿Qué padre?”, preguntó el enfermero.

El muchacho, temblando por temor de una triste noticia, dijo el nombre.

El enfermero no recordaba tal nombre: “¿Un viejo trabajador que ha llegado de fuera?”, preguntó.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 46 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Caperucita Roja

Charles Perrault


Cuento infantil


Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja.

Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.

—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.

Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:

—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.

—¿Vive muy lejos?, le dijo el lobo.

—¡Oh, sí!, dijo Caperucita Roja, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.

—Pues bien, dijo el lobo, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.

El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.

—¿Quién es?

—Es su nieta, Caperucita Roja, dijo el lobo, disfrazando la voz, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.

La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:

—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.


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2 págs. / 3 minutos / 3.377 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Blancanieve y Rojarosa

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Una pobre mujer vivía en una cabaña en medio del campo; en un huerto situado delante de la puerta, había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y el otro rosas encarnadas. La viuda tenía dos hijas que se parecían a los dos rosales, la una se llamaba Nieveblanca y la otra Rosaroja. Eran las dos niñas lo mas bueno, obediente y trabajador que se había visto nunca en el mundo, pero Nieveblanca tenía un carácter más tranquilo y bondadoso; mientras a Rosaroja la gustaba mucho más, correr por los prados y los campos en busca de flores y de mariposas. Nieveblanca, se quedaba en su casa con su madre, la ayudaba en los trabajos domésticos y la leía algún libro cuando habían acabado su tarea. Las dos hermanas se amaban tanto, que iban de la mano siempre que salían, y cuando decía Nieveblanca: —No nos separaremos nunca, contestaba Rosaroja: —En toda nuestra vida; y la madre añadía: —Todo debería ser común entre vosotras dos.

Iban con frecuencia al bosque para coger frutas silvestres, y los animales las respetaban y se acercaban a ellas sin temor. La liebre comía en su mano, el cabrito pacía a su lado, el ciervo jugueteaba delante de ellas, y los pájaros, colocados en las ramas, entonaban sus mas bonitos gorjeos.

Nunca las sucedía nada malo; si las sorprendía la noche en el bosque, se acostaban en el musgo una al lado de la otra y dormían hasta el día siguiente sin que su madre estuviera inquieta.

Una vez que pasaron la noche en el bosque, cuando las despertó la aurora, vieron a su lado un niño muy hermoso, vestido con una túnica de resplandeciente blancura, el cual las dirigió una mirada amiga, desapareciendo en seguida en el bosque sin decir una sola palabra. Vieron entonces que se habían acostado cerca de un precipicio, y que hubieran caído en él con solo dar dos pasos más en la oscuridad. Su madre las dijo que aquel niño era el Ángel de la Guarda de las niñas buenas.


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6 págs. / 12 minutos / 414 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Las Medias de los Flamencos

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas.

Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 5.399 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Última Perla

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente.

Se había velado la luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; se diría que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.

—Todo lo han traído —dijo el espíritu protector.

—¡No!— se oyó una voz cercana, la del ángel custodio del niño—. Hay un hada que no ha traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta aún la última perla.

—¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese así hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos a buscarla!

—¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para completar la corona.

—¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada? Dímelo, iré a buscar la perla.


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2 págs. / 4 minutos / 102 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Cenicienta

Charles Perrault


Cuento infantil


Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.

El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.

Junto con realizarse la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.

La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.

Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.


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6 págs. / 11 minutos / 1.626 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Juan el Listo

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Pregunta la madre a Juan:

— ¿Adónde vas, Juan?

Responde Juan:

— A casa de Margarita.

— Que te vaya bien, Juan.

— Bien me irá. Adiós, madre.

— Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

— Buenos días, Margarita.

— Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

— Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan una aguja. Juan dice:

— Adiós, Margarita.

— Adiós, Juan.

Juan coge la aguja, la pone en un carro de heno y se vuelve a casa tras el carro.

— Buenas noches, madre.

— Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

— Con Margarita estuve.

— ¿Qué le llevaste?

— Llevar, nada; ella me dio.

— ¿Y qué te dio Margarita?

— Una aguja me dio.

— ¿Y dónde tienes la aguja, Juan?

— En el carro de heno la metí.

— Hiciste una tontería, Juan; debías clavártela en la manga.

— No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

— ¿Adónde vas, Juan?

— A casa de Margarita, madre.

— Que te vaya bien, Juan.

— Bien me irá. Adiós, madre.

— Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

— Buenos días, Margarita.

— Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

— Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan un cuchillo.

— Adiós, Margarita.

— Adiós, Juan.

Juan coge el cuchillo, se lo clava en la manga y regresa a su casa.

— Buenas noches, madre.

— Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

— Con Margarita estuve.

— ¿Qué le llevaste?

— Llevar, nada; ella me dio.

— ¿Y qué te dio Margarita?

— Un cuchillo me dio.

— ¿Dónde tienes el cuchillo, Juan?

— Lo clavé en la manga.

— Hiciste una tontería, Juan. Debiste meterlo en el bolsillo.


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3 págs. / 5 minutos / 138 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Hansel y Gretel

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Erase una vez un leñador muy pobre que tenía dos hijos: un niño llamado Hansel, y una niña llamada Gretel, y que había contraído nuevamente matrimónio después de que la madre de los niños falleciera. El leñador quería mucho a sus hijos pero un día una terrible hambruna asoló la región. Casi no tenían ya que comer y una noche la malvada esposa del leñador le dijo: “No podremos sobrevivir los cuatro otro invierno. Deberemos tomar mañana a los niños y llevarlos a la parte más profunda del bosque cuando salgamos a trabajar. Les daremos un pedazo de pan a cada uno y luego los dejaremos allí para que ya no encuentren su camino de regreso a casa. El leñador se negó a esta idea porque amaba a sus hijos y sabía que si los dejaba en el bosque morirían de hambre o devorados por las fieras, pero su esposa le dijo: “Tonto, ¿no te das cuenta que si no dejas a los niños en el bosque, entonces los cuatro moriremos de hambre?”— Y tanto insistió la malvada mujer, que finalmente convenció a su marido de abandonar a los niños en el bosque. Afortunadamente los niños estaban aún despiertos y escucharon todo lo que planearon sus padres. "Gretel" dijo Hansel a su hermana: “No te preocupes que ya tengo la solución”. A la mañana siguiente todo ocurrió como se había planeado. La mujer levantó a los pequeños muy temprano, les dió un pedazo de pan a cada uno y los cuatro emprendieron la marcha hacia el bosque. Lo que el leñador y su mujer no sabían era que durante la noche, Hansel había salido al jardín para llenar sus bolsillos de guijarros blancos, y ahora, mientras caminaban, lenta y sigilosamente fue dejando caer guijarro tras guijarro formando un camino que evitaría que se perdieran dentro del bosque. Cuando llegaron a la parte más boscosa, encendieron un fuego, sentaron a los niños en un árbol caido y les dijeron "Aguarden aquí hasta que terminemos de trabajar".


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4 págs. / 7 minutos / 1.194 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Malvado

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.

El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Se lanzó a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba.


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2 págs. / 4 minutos / 550 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Piojito y la Pulguita

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un piojito y una pulguita hacían vida en común y cocían su cerveza en una cáscara de huevo. He aquí que el piojito se cayó dentro y murió abrasado. Ante aquella desgracia, la pulguita se puso a llorar a voz en grito. Al oírla, preguntó la puerta de la habitación:

— ¿Por qué lloras, Pulguita?

— Porque Piojito se ha quemado.

Entonces se puso la puerta a rechinar. Y dijo Escobita desde el rincón:

— ¿Por qué rechinas, Puertecita?

— ¿Cómo quieres que no rechine?

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora».

Y la escobita se puso a barrer desesperadamente. Llegó en esto un carrito y dijo:

— ¿Por qué barres, Escobita?

— ¿Cómo quieres que no barra?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina».

Entonces exclamó Carrito:

— Pues voy a correr —y echó a correr desesperadamente. Y dijo Estercolillo, por delante del cual pasaba:

— ¿Por qué corres, Carrito?

— ¿Cómo quieres que no corra?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre».

Y dijo entonces Estercolillo:

—Pues yo voy a arder desesperadamente —y se puso a arder en brillante llamarada. Había junto a Estercolillo un arbolillo, que preguntó:

— ¿Por qué ardes, Estercolillo?

— ¿Cómo quieres que no arda?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre,
Carrito corre».

Y dijo Arbolillo:

— Pues yo me sacudiré —y empezó a sacudirse tan vigorosamente, que las hojas le cayeron. Violo una muchachita que acertaba a pasar con su jarrito de agua, y dijo:

— Arbolillo, ¿por qué te sacudes?

— ¿Cómo quieres que no me sacuda?

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre,
Carrito corre,
Estercolillo arde».


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Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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