¿Cómo? Así de fácil: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho, nueve y diez: lo que se tiene que decir en voz alta antes de
enfadarse, antes de tomar una decisión importante. Así la ira se toma un
respiro y el seso dispone de un poco más de tiempo para restablecer el
orden de lo conveniente y de lo inconveniente.
¿Es que nadie le ha dicho a usted que cuente hasta diez antes de
enfadarse? Naturalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho, nueve y diez.
Esto es, más o menos, lo que cientos de españolitos se repiten en el
exilio social y económico en que viven más allá de nuestras fronteras.
Es, sin duda, el encantamiento del que se valen (uno, dos, tres, cuatro,
etcétera) para pasar, por unas tragaderas bastante anchas ya, insultos e
injusticias que reciben en el extranjero solo por ser españoles, solo
por haber tenido que emigrar en busca de dinero, ya que no en busca de
una vida mejor y más digna.
Existe un catálogo de las cosas que diariamente degluten los
españolitos en el extranjero, una lista de insultos y desdenes que se
ven obligados a soportar una considerable cantidad de miserias a que les
someten sus compadres europeos de los países subdesarrollados.
Superdesarrollados —entendámonos— en algunas cosas que nada tienen que
ver con la buena educación.
Todo esto —y algo más— se lo decía un hombre de experiencia; un tipo
seco, bajito y moreno, con una incipiente calva en el occipucio,
superviviente de unas cuantas aventuras emigratorias de las que no
volvió ni más rico, ni más culto, ni más rubio, ni más nada... salvo,
quizá, más explotado, más decepcionado y, si se me permite decirlo, más
cabreado que nunca.
Este hombre está de vuelta ahora. Tiene siete u ocho años más que
cuando atravesó la frontera por primera vez y muy poca confianza en los
milagros económicos que, según él, se hacen con el sudor y las manos de
los obreros importados.
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