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El Extraño

Ambrose Bierce


Cuento


Un hombre salió de la oscuridad hacia el pequeño círculo de luz alrededor de nuestra casi apagada fogata y se sentó sobre una roca.

"No son los primeros en explorar esta región", dijo gravemente.

Nadie contradijo su afirmación; él mismo era la prueba de que era cierta, pues no era parte de nuestro grupo y debe haber estado cerca cuando acampamos. Más aún, debía tener compañeros no muy lejos; no era un sitio donde alguien podría vivir o viajar solo. Por más de una semana no habíamos visto, además de a nosotros mismos y a nuestros animales, más entes vivos que víboras de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona uno no coexiste solo con tales criaturas por mucho tiempo: hacen falta animales de carga, suministros, armas - un "equipo". Y todo ello implica camaradas. Fue tal vez la duda respecto a qué tipo de hombres podían ser los camaradas de este inceremonioso extraño, junto con algo en sus palabras que podía interpretarse como un reto, lo que hizo que cada hombre de nuestra media docena de "caballeros aventureros" enderezara su posición hasta sentarse y colocara sus manos sobre un arma - un acto que significaba, en ese tiempo y lugar, una política de expectativa. El extraño no prestó atención al asunto y empezó a hablar nuevamente en el mismo tono monótono, sin inflexiones, en el que había pronunciado su primera frase.

"Hace treinta años Ramon Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron las montañas de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, tanto como la configuración del terreno lo permitía. Estábamos buscando oro y era nuestra intención, en caso de no encontrar nada, continuar hasta el río Gila en algún punto cerca de Big Bend, donde entendíamos que había un poblado. Teníamos un buen equipo, pero sin guía - sólo Ramon Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".


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6 págs. / 10 minutos / 384 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Diagnóstico de Muerte

Ambrose Bierce


Cuento


―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.

―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.

―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.

―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.

―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.

Y contó la historia:


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4 págs. / 7 minutos / 300 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Petka en el Campo

Leónidas Andréiev


Cuento


Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.


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11 págs. / 20 minutos / 130 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

El Doctor Pértinax

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.

—¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesará ni a la hora de la muerte!...

Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo.

—¡Agua! —exclamaba el mísero filósofo.

—¡Vinagre! —contestó la vieja, sin moverse de su sitio.

—Mónica, buena Mónica —prosiguió el doctor, hablando como pudo—, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel..., tu conciencia te lo premie...; esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas...

—No, señor; pierda usted cuidado...

—No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte...

Yo expiro, es verdad, nada queda de mí..., pero la especie permanece... No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame agua.

Mónica vaciló, y, ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no se qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.

Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.

Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.


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12 págs. / 22 minutos / 96 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Documento

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


La ilustre Duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la Duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican a los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.

Amantes de semana he dicho; ¡ah!, Cristina, el nombre de la Duquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores. A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de la más lozana juventud.


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21 págs. / 37 minutos / 207 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuervo

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un cuadro de verdura. Rodéanla anchos prados pantanosos; por Oriente le besa las antiguas murallas un río que describe delante del pueblo una ese, como quien hace una pirueta, y que después, en seguida, se para en un remanso, yo creo que para pintar en un reflejo la ciudad hermosa, de quien está enamorado. Bordan el horizonte bosques seculares de encinas y castaños por un lado, y por otro, crestas de altísimas montañas, muy lejanas y cubiertas de nieve. El paisaje que se contempla desde la torre de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer amanerado y casi, casi, de abanico. El pueblo, por dentro, es también risueño, y como está tan blanco, parece limpio.

De las veinte mil almas que, sin distinguir de clases, atribuye la estadística oficial a Laguna, bien se puede decir que diecinueve mil son alegres, como unas sonajas. No se ha visto en España pueblo más bullanguero ni donde se muera más gente.

II

Durante mucho tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses, como se empeña en llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato Resma, han venido negando, pero negando en absoluto, que su querida ciudad fuese insalubre. Según la mayoría de la población, la gente se moría porque no había más remedio que morirse, y porque no todos habían de quedar para antecristos; pero lo mismo sucedía en todas partes, sólo que “ojos que no ven, corazón que no siente”; y como allí casi todos eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos..., por eso, es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes eran, y parecían muchos.

—¡Claro! —gritaba cualquier vecino—, aquí la entrega uno, y todos le conocemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan tanto las cosas; en Madrid mueren cuarenta..., y al hoyo; nadie lo sabe más que La Correspondencia, que cobra el anuncio.


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28 págs. / 49 minutos / 152 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Cambio de Luz

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


A los cuarenta años era don Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los suyos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estirar las horas, llenándolas de sustancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía don Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.

Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni soñaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como, verbigracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.


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16 págs. / 28 minutos / 218 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sombrero del Cura

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El señor obispo de la diócesis, por razones muy dignas de respeto, prohibió, hace algunos años, que el clero rural anduviera por prados y callejas, costas y montañas, luciendo el levitón de anchos faldones y el sombrero de copa alta, demasiado alta muchas veces. Hoy todos los curas de mi verde Erín, de mi católica y pintoresca Asturias, usan traje talar, sombrero de teja, de alas sueltas y cortas; y, a fuerza de humildad y con prodigios de obediencia, consiguen montar a caballo con sotana o balandrán, sin hacer la triste figura y sortear las espinas de los setos, sin dejar entre las zarzas jirones del paño negro.

Pero en los tiempos a que me refiero, no lejanos, el cura de la aldea ordinariamente parecía un caballero particular vestido de luto, con alzacuello de seda o de abalorios menudos y con levita y chistera, de remotísima moda las más veces.

El diputado Morales, cacique desde Madrid de una gran porción del territorio del Norte, lo menos, del que abarca dos o tres arciprestazgos, pasa los veranos en su magnífica posesión de la Matiella, en lo más alto de una colina cercana al mar. Desde el palacio, que así lo llaman los aldeanos, de los Morales se ve el cabo de Peñas, que avanza sobre el Cantábrico con gallardía escultórica; y del otro lado, al Oriente, se domina la costa accidentada, verde y alegre, hasta el cabo del Olivo. Y por la parte de tierra asisten los pasmados ojos, por un momento, a la sesión permanente que, en augusto conclave, celebran, por siglos de siglos, los gigantes de Asturias, de las Asturias de piedra: el Sueve, los Picos de Europa, el Aramo..., y tantas otras moles venerables que el buen hijo de esta patria llega a conocer y amar como a sacras imágenes de un augusto misterioso abolengo geológico... De barro somos, y no es mucho pensar con respeto y cariño en la tierra, abuela...


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9 págs. / 16 minutos / 156 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Doctor Angélicus

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

¿Pánfilo había sido niño alguna vez? ¿Era posible que aquellos ojos hundidos, yo no sé si hundidos o profundos, llenos de bondad, pero tristes y apagados, hubieran reverberado algún día los sueños alegres de la infancia?

Aquella boca de labios pálidos y delgados, que jamás sonreía para el placer, sino para la resignación y la amargura, ¿habría tenido risas francas, sonoras, estrepitosas?

En aquella frente rugosa y abatida, desierta de cabellos, ¿habrían flotado alguna vez rizos blondos o negros sobre una frente de matices sonrosados?

Y el cuerpo mustio y encorvado, de pesados movimientos, sin gracia y achacoso, ¿fue esbelto, ligero, flexible y sano en tiempo alguno?

Eufemia, considerando estos problemas, concluía por pensar que su noble esposo, su sabio marido, su eruditísima cara mitad había nacido con cincuenta años y cincuenta achaques, y que así sabía él lo que era jugar al trompo y escribir billetes de amor, como ella entender las mil sabidurías que su media naranja le decía con voz cariñosa y apasionada.

Pero, de todas maneras, Eufemia quería a su marido entrañablemente. Verdad es que, en ocasiones, se olvidaba de su amor, y tenía que preguntarse: «¿A quién quiero yo? ¡Ah, sí, a mi marido!», le contestaba la conciencia después de un lapso de tiempo más o menos largo.

Esto era porque Eufemia padecía distracciones. Pero, en virtud de un silogismo, en forma de entimena, para abreviar, Eufemia se convencía cuantas veces era necesario, y era muy a menudo, de que Pánfilo era el hombre más amado de la tierra, y de que ella, Eufemia, era la mujer a quien el tal Pánfilo tenía sorbido el poco seso que Dios, en sus inescrutables designios, le había concedido.

Para sesos, Pánfilo. Era el hombre más sesudo de España, y sobre esto sí que no admitía discusión Eufemia.


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8 págs. / 14 minutos / 115 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Doble Vía

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El año de ser diputado y madrileño adoptivo, Arqueta ya era bastante célebre para que todo el mundo conociera un epigrama que se había dignado dedicarle nada menos que el jefe de la minoría más importante del Congreso.

«Ese Arqueta, había dicho, no sólo no tiene palabra fácil, sino que no tiene palabra.»

Eso ya lo sabía Arqueta; nunca había pretendido ir para Demóstenes, ni ése era el camino; pero el tener palabra difícil no le estorbaba, y el no ser hombre de palabra le servía de muchísimo. Claro que este último defecto le acarreaba enemistades, pues las víctimas de aquella carencia le aborrecían e injuriaban; pero ya tenía él buen cuidado de que siempre fueran los caídos los que pudieran comprobar toda la exactitud del epigrama... de la minoría. ¿A que nunca había faltado a la palabra dada al presidente del Consejo de Ministros o a cualquier otro presidente de alguna cosa importante? ¡Ah!, pues ahí estaba el toque. Lo que era, que muchas veces había que navegar de bolina; algunas bordadas había que darlas en dirección que parecía alejarle de su objeto, del puerto que buscaba, pero aquel zig—zag le iba acercando, acercando, y a cada cambiazo, ¡claro!, algún tonto se tenía que quedar con la boca abierta.

Orador, ¡no! La mayor parte de los paisanos suyos que habían sido expertos pilotos del cabotaje parlamentario habían sido premiosos de palabras... y listos de manos. ¡La corrección! ¡Fíate de la corrección y no corras! En el salón de conferencias, en los pasillos, en el seno de la Comisión, en los despachos ministeriales, Arqueta era un águila. ¡Cómo le respetaban los porteros! Olían en él a un futuro personaje.


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6 págs. / 11 minutos / 133 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

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