Textos más descargados publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento disponibles | pág. 5

Mostrando 41 a 50 de 3.641 textos encontrados.


Buscador de títulos

editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles


34567

El Clis de Sol

Manuel González Zeledón


Cuento


No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una acción criminal el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece.

Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.

Nor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, como nacidas de una sola “camada” como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si fueran “imágenes”, según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza infantil de las gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó:

—¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.

—Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las chiquitas?

—No, ñor; en toda la familia no ha habido ninguna gata ni canela; todos hemos sido acholaos.

—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?

El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 13.027 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Sátiro Sordo

Rubén Darío


Cuento


Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.

Era sátiro caprichoso.

Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.

Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 762 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 412 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Indulto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 1.442 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Caída de la Casa de Usher

Edgar Allan Poe


Cuento


Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.

Contemplaba yo la escena ante mí—la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo.

Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie.


Leer / Descargar texto

Dominio público
22 págs. / 38 minutos / 1.766 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Un Descenso por el Maelström

Edgar Allan Poe


Cuento


Los métodos de Dios, tanto en las manifestaciones de la naturaleza como en las de su providencia, no se asemejan a los nuestros; ni los modelos que forjamos corresponden en manera alguna a la inmensidad, la sublimidad y la inescrutabilidad de sus obras, más profundas aún que el manantial de Demócrito.

—Jóseph Glánvill.

HABÍAMOS llegado a la cima de la roca más elevada. Durante algunos minutos pareció el viejo demasiado exhausto para hablar.

"No hace mucho," dijo al cabo, "que hubiera podido yo guiaros en esta ruta tan bien como el más joven de mis hijos; pero hace cerca de tres años que me ocurrió un incidente que jamás ha sucedido a mortal alguno, o por lo menos, el hombre a quien le aconteciera no ha sobrevivido para contarlo; y las seis horas de angustioso terror que sufrí entonces me destrozaron de cuerpo y alma. Vos me creéis un anciano; mas no lo soy. Menos de un día fué necesario para cambiar en blancos estos cabellos que eran negros como el azabache, para debilitar mis miembros y aflojar mis nervios hasta el punto de que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Imagináis que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentirme desvanecido?"


Leer / Descargar texto

Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 1.232 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Tigra

José de la Cuadra


Cuento


Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 10.034 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Rifle

Tomás Carrasquilla


Cuento


I

La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes están de gala, de alegría y paz en el señor. En esa víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación de chicuelos y de papás, cuantos juguetes, comestibles y ociosidades han creado las industrias nacionales y extranjeras. Gentes de toda clase y condición atisban aquí, husmean allá, trasiegan por dondequiera, en busca de los regalos que, en aquella noche de venturanzas, ha de traer el Niño Dios a la rapacería de la familia. Demandaderas y sirvientes van y vienen, cargados de cajas y envoltorios; los obsequios se cruzan, los presentes se cambian, mientras la horda mendicante implora e implora en ese momento cristiano en que los corazones se ablandan.

Un caballero, de aire noble y ya maduro, observa desde una esquina del Capitolio aquel agitarse vertiginoso de la colmena. Su aire revela hondos pesares. ¿Cómo no? Es un señor sin hijos, separado de su mujer y forastero en la capital. La soledad y el hielo de su vida le acosan en este día en que se rinde culto a la familia, se prende el lar de los afectos y se piensan en los ausentes y en los muertos queridos.

La felicidad que nota en tanta cara extraña le hace más acerba su desgracia.

— ¿Embolo mesio? —le dice un granujilla hasta de once años, con voz arrulladora de súplica. El hombre hace una señal de asentimiento, pone un pie sobre la caja y el menestralillo empieza.

Está astroso, desharrapado, roto; pero sus manitas y sus pies son escultóricos, sus uñas encañonadas y pulidas. En medio de aquel desaseo se adivina en esas extremidades el proceso de una estirpe aristocrática. En torno del raído casquete se alborotan unos bucles castaños que enmarcan una carita de tono ardiente, con facciones de ángel. Hay en sus movimientos, manipuleo y ademanes, esa gracia indecible de los niños cuando ejecutan con esmero algún trabajo.

El hombre lo estudia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 1.581 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Resucitada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 328 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

34567