Al niño Ernesto Quesada
I. La leontina
Un día, a la última hora de la tarde, cansada, enferma y helada de
frío, azuzaba yo mi caballo para llegar a la capilla subterránea de
Uchusuma, larga y forzosa etapa de diez y ocho leguas, atravesada como
una amenaza en el camino de Bolivia a Tacna.
Había ya dejado atrás el Mauri, y las ásperas serranías que lo
aprisionan, y cruzaba corriendo las áridas llanuras barridas por el
cierzo y cortadas de pantanos, que avecinan al grupo de piedras
rocallosas, arrojadas por algún cataclismo, en cuyo centro se halla la
entrada de esa especie de cueva, único albergue para el viajero en aquel
fingido yermo.
De pronto, y al través de las ráfagas de viento que me cegaban, vi relumbrar un objeto entre los guijarros del camino.
Volvime atrás, y desmontando, para examinar lo que era, recogí una
elegante y excéntrica joya. Era una leontina compuesta de doce pepas de
oro de forma y colores diversos. Engarzábanlas anillos mates del mismo
metal, y en algunas de ellas había incrustadas partículas de pizarra y
cuarzo.
Juzgué, desde luego, que aquella alhaja había sido perdida
recientemente, y me proponía averiguarlo adelante, cuando vi venir a lo
lejos un hombre, que, inclinado sobre el cuello de su caballo, y
apartando con la mano las ramas de los tolares, parecía buscar algo en
el suelo.
Al divisarme, corrió hacia mí con visibles muestras de angustia, que yo abrevié yendo a su encuentro, y presentándole la joya.
Imposible sería pintar la expresión de gozo que al verla brilló en
sus ojos. Me la arrebató, más bien que la tomó de mis manos; estrechola
contra el corazón, y la enganchó en el reloj y el ojal de su chaleco con
un anhelo que se balanceaba entre la veneración y la codicia.
Enseguida, y como si saliera de un éxtasis, volviose a mí, y me saludó dándome gracias y rogándome perdonara su preocupación.
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