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El Dedo Medio del Pie Derecho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 289 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Desierto

Horacio Quiroga


Cuento


La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.

La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.

Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.

Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:

—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.

En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.

Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.

—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.


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Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 256 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo Desinteresado

Amado Nervo


Cuento


I

Cipriano de Urquijo, muchacho hispanoamericano, llegó a París hace pocos años, con el propósito de ser el pintor 10.801° de los que albergaba la Ciudad—Luz, donde, según las estadísticas, había la sazón diez mil ochocientos (número cerrado).

Buscó en el barrio de Montparnasse uno de esos modestos «estudios», a los que da acceso un patinillo con toldo rústico de trepadoras.

El estudio estaba dividido en dos compartimientos por una cortina de cretona. Detrás de la cortina, sobre una especie de andamio, al que se subía por una escalerilla de madera, se hallaba el dormitorio, compuesto de un catre—jaula, un lavabo comprado por cinco francos en el bazar de la Gaîté, y una mesa de noche, de pino, sin pintar; sobre la cual se posaba majestuosamente la lámpara.

En la parte anterior de la habitación estaba el estudio propiamente dicho, ¿Describirlo? ¡Para qué!, o a quoi bon!, si le place más al lector, quien, sin duda, habrá conocido diez mil ochocientos estudios de este género, o si la cifra le parece exagerada, cinco mil cuatrocientos, dos mil setecientos, mil trescientos cincuenta…

Baste decir que había un biombo, fabricado y pintado por Cipriano; algunos lienzos del joven artista; estampas viejas, persas, japonesas; tres o cuatro chucherías sobre mesitas y repisas; un viejo diván con su corte de sillas, adquiridas en diversas subastas, con lo cual dicho está que cada una acusaba una «fisonomía propia», etc.,etc., etc.

Por lo demás, yo no sé con qué objeto estoy describiendo el estudio de Cipriano de Urquijo, puesto que en el instante en el lector va a trabar conocimiento con el artista, éste ha salido…

Sí, ha salido; por lo que no le haremos una visita en la rue Campagne—Prémiére, donde vive, sino que le encontraremos en el Bulevar Malesherbes, tan distante de aquélla.


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29 págs. / 52 minutos / 1.013 visitas.

Publicado el 11 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Esclavo

Arturo Robsy


Cuento


Cuando aquel hombre llegó parecía asustado de veras. Todos nosotros teníamos pintada la alegría en el rostro, por eso lo mustio de su expresión adquirió un tono grave y burlesco por la comparación. Todo era extraño en él menos los ojos. Estos brillaban a intervalos, eso sí, pero contraponían una santa gota de calma a la nota crispada de su cara.

Dos de nosotros, que jugaban enfrascados a los naipes, completaron la ilusión exclamando algo sobre una jugada.

Luego todos callamos.

Don Martín advirtiendo el raro efecto que nos había causado su insólita aparición, vino hasta la mesa y se sentó aparentando una perfecta normalidad. Durante unos segundo se oyeron los ruidos del silencio y después fueron reanudándose las conversaciones, primero con graves todos, que fueron tornándose en las timbradas voces de todos conocíamos.

Entonces, sólo entonces, don Martín habló:

—¿Qué les ha sucedido cuando me han visto entrar? Parecía como si algo les hubiese detenido la lengua.—se detuvo y sacó rápidamente un espejito que reflejó su imagen. Sonrió. —Comprendo ahora que mi figura no acabe de ser del todo natural. Sin embargo, ¿es eso bastante para hacer callar a toda la tertulia?

Nadie contestó. Notábamos como si efectivamente "algo" nos impusiera su presencia. Callamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—¿No comprenden? —continuó transfigurado Don Martín— ¡Tienen que ayudarme! Es necesario que ustedes me convenzan de la realidad de lo que vivimos en estos momentos. Es necesario que yo pueda separar el sueño y el mundo, y el mundo de mí mismo.

En efecto no comprendíamos aquello. Sólo dedujimos que Don Martín estaba terriblemente excitado, casi al borde de una crisis nerviosa.


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Licencia limitada
2 págs. / 5 minutos / 238 visitas.

Publicado el 15 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fin de una Raza

José María de Pereda


Cuento


I

Nos despedimos de él diez y seis años ha, y ya era viejo entonces. Iba Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y se secaban los ojos muy á menudo con la orilla del delantal, ó con el dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar á nadie, forjando los secos razonamientos á empellones, como si derribara las palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.

En tanto, cerca del promontorio de San Marín balanceábase un buque del Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos, espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad, como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto á la borda, los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la última leva.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 49 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Fondo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.

Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.

La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.

Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 249 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Futuro Dictador

José Fernández Bremón


Cuento


Discutirán los oradores, gritarán hasta los mudos, se harán ridículos todos los sistemas de gobierno, y el órgano del entusiasmo desaparecerá del cerebro de los hombres. «¿Qué hemos hecho?», dirán todos cruzándose de brazos. Pero sólo comprenderán lo que han deshecho. Habrá ??? semanales y gobiernos por horas como los coches de alquiler. El poder será un columpio donde todos suban y bajen meciéndose por turno.

Pero un día pregonarán los ciegos esta Gaceta extraordinaria:


Los accionistas de la compañía anónima El ??? universal han decidido nombrar gerente perpetuo del país al opulento banquero don Próspero Fortuna. La compañía indemnizará a los agraviados: colocará en sus oficinas a todos los escritores que tengan buena letra: adelantará fondos a los hombres de palabra, repartiendo a ??? acción un dividendo: serán satisfechos los atrasos de las clases superiores y se mejorará el rancho de las tropas; sí, ciudadanos, nuestros soldados almorzarán café con leche.

La compañía iluminará por su cuenta la población, para que se vea mejor vuestra alegría.

Madrileños:

Las fiestas durarán tres días: id a los teatros: entrad en los cafés: pedid cubiertos en las fondas: paseaos en los coches de alquiler: tomad lo que se venda: todo está pagado. ¡Viva don Próspero Fortuna!


La Gaceta caerá en Madrid como una bomba. Oigamos a los periódicos de entonces. Fragmentos de un artículo doctrinal de La ???, periódico muy serio:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 21 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Gran Guillermito

Roberto Arlt


Cuento


A pesar de que el dueño de casa lo encañonaba con el revólver, Guillermito, el ladrón, observaba intrigado, sin saber por qué, a la muchacha que se inclinaba sobre el teléfono.

Ella iba a tomar el auricular para pedir le conectaran con la comisaría, y en el preciso instante en que iba a pronunciar el número, el recuerdo se concretó vertiginosamente en la mente del ladrón, y exclamó:

—No llame. Yo soy el que robó el motor eléctrico.

“Fue como si hubiera caído un rayo al pie de los dos”, comentaba más tarde Guillermito.

La jovencita, abandonando el auricular, quedó rígida junto al teléfono; el dueño de casa echó al bolsillo su revólver y balbuceó:

—¿Es posible que sea usted?

“Otro aprovecharía la oportunidad para escapar —decía luego en su propio elogio Guillermito— pero yo me crucé de brazos e insistí:

“—Sí, soy yo el que robó el motor eléctrico. Y ahora, si quieren, llamen a la policía.”

Y el dueño de casa no llamó a la policía, sino a su mujer, y a grandes gritos:

—Justa, Justa, vení a ver al hombre que robó el motor eléctrico. Estaba forzando el escritorio.

La jovencita terminó por reconocerlo. Dirigiéndose a él, lo tomó de los brazos, lo miró fijamente, y dijo:

—Sí..., ahora lo reconozco. Es usted. ¡Ah, mal hombre, dos veces mal hombre! ¡Cuánto nos ha hecho pensar usted!

—Yo me llamo Gustavo Horner —dijo el dueño de casa.

—A mí me llaman Guillermito el Ladrón...

Los dos hombres se examinaban con curiosidad creciente, pero la jovencita sonreía con tanta amabilidad, que Guillermito tampoco pudo contener una sonrisa cuando ella, después de medirlo de pies a cabeza, exclamó:

—Deberían llamarlo Guillermo el Ladronazo, no Guillermito.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 23 visitas.

Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

El Llanto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué hermosa era la princesita! Robadle a la primavera los matices de sus rosas pálidas, y tendréis su cutis; al mar meridional su azur líquido, y tendréis sus pupilas, a la seda nativa su áureo y fino tusón, y tendréis la mata de su pelo. Y tomad (si sabéis dónde encontrarlas) las virtudes dulces y frescas de un alma de flor: la piedad, la ternura, la generosidad, el amor ideal hacia todos los humanos, y tendréis el espíritu celeste de la princesita hermosa.

Esta perfección era justamente lo que traía muy inquieto al rey, su padre. No tenía otra hija sino aquélla, y habíala conseguido tarde ya, cuando llegaba al límite que separa la madurez de la vejez; por lo cual hubiese anhelado resguardar con un fanal a la princesita, elevar alrededor suyo paredes de acero y, sobre todo, recubrir su corazón tierno, palpitante de presentimientos y de emociones sagradas, con la triple coraza de cuero batido del egoísmo, la indiferencia y la soberbia.

—Padre y señor —dijo un día la princesita, colgándose del cuello del rey—, si es verdad que me quieres, que deseas complacerme y hacerme la vida dichosa, permíteme que la dedique a consolar tanta desgracia como debe de existir en el mundo. No las he visto, porque tú me rodeas de esplendor y alegría y a mi alrededor se alza el bullicio de las risas y las canciones, pero yo adivino que lo habitual por ahí fuera será la desgracia, y que yo podría mitigarla quizás acercándome a ella.

—Ni lo imagines —gritó el rey con violencia amante—. Nada remediarías, y sufrirías en cambio infinito dolor. Cree en mi experiencia, y vive por encima de la muchedumbre miserable: vive alta, vive lejos; ni la mires ni la oigas. ¿No tienes fe en tu padre? Pues ahora mismo van a venir los sabios para que les consultes. ¡Ya verás si su consejo está de acuerdo con el mío!


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3 págs. / 5 minutos / 63 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Lobisón

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.

—¿Tiene miedo? —le preguntamos.

—¡Miedo! ¿De qué?

—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos…

Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.

—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.

—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras…

Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.

Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.

—Debe ser un zorro. ¡Por favor, no es nada! ¡Toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros.

Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.

—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él lo mató de un tiro.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 383 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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