Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que
dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír
insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras
mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.
—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.
—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.
Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde
allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se
habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre
midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en
los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente
distintos lugares, y por fin se alejaron.
—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.
En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres
años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y
gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas
trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo,
un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil
marcha de pato.
Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían
pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las
puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al
siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.
Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal.
Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la
faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a
la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a
cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con
cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.
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