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Una Mujer Indefensa

Antón Chéjov


Cuento


A pesar del acceso de gota que le atormentó toda la noche, y a pesar del estado extremadamente nervioso en que se encontraba Kistunov, el director del banco se fué a la oficina por la mañana y empezó a recibir a los clientes. Su actitud era lánguida, y hablaba con voz apagada, como un moribundo.

—¿En qué podemos servir a usted?— preguntó a una mujer que llevaba una capa pasada de moda y ridícula.

—Mire vuestra excelencia—empezó a explicar la mujer precipitadamente—. Mi marido Chukin, empleado público ha estado enfermo durante cinco meses, y se le ha hecho saber que su plaza está ya ocupada. Cuando he ido a cobrar su sueldo, me han descontado 27 rublos y 36 copecks, pretendiendo que debe esa suma a la caja de seguros mutuos. Yo no tengo que ver con eso, y reclamo que se me paguen los 27 rublos y 36 copecks. Soy una pobre mujer indefensa, desamparada, maltratada y ultrajada por todo el mundo, y por eso me dirijo a vuestra excelencia...

Manifestó el propósito de llorar y se puso a buscar el pañuelo. Kistunov tomó la petición escrita que ella le tendía, y comenzó a leerla.

—Perdone usted, señora—dijo, encogiéndose de hombros—. No comprendo nada. Sin duda, ha equivocado usted la dirección: la solicitud de usted no tiene relación alguna con nuestro banco. Diríjase usted al ministerio donde trabajaba su marido.

—Me he dirigido ya a cinco oficinas, y no se han dignado siquiera aceptar mi solicitud. No sabía qué hacer, y mi yerno, Boris Matveich, a quien Dios bendiga, me ha sugerido la idea de dirigirme a usted. «El señor Kistunov—me ha dicho—tiene gran influencia, es omnipotente; no tiene usted más que preguntar por él.» Y me dirijo a vuestra excelencia; sólo vuestra excelencia puede ayudarme.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 431 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Una Visita al Manicomio

Juana Manuela Gorriti


Cuento


I

En el lindo pueblecito del Cercado, lugar sombroso y romántico, situado como un apéndice de Lima, entre el circuito de sus murallas, elévase ese suntuoso y lúgubre edificio rodeado de huertos, jardines y fuentes.

Envuélvelo profundo silencio, tan solo interrumpido allá, de vez en cuando, por algún extraño grito que aleja a los paseantes de aquel ameno sitio, y desgarra el corazón a aquellos que vagan atraídos por el amor de seres queridos encerrados entre sus fúnebres muros. Cuán honda compasión inspiran esas madres, hijas y esposas que vienen cada día a pasar horas enteras ante la gran verja, pegado el rostro a las barras de hierro, fijos los tristes ojos en esa puerta que recuerda el Lacciate ogni speranza de la terrible leyenda.

—Jamás me atrevería a pasar esos siniestros umbrales, madre Teresa —dije a la hermana de Caridad, superiora de esa casa, un día que pasando por allí me divisó desde el peristilo, y me llamaba con expresivas señas.

—Pues sí, que los atravesará usted —insistió ella, viniendo a mí, que me había detenido cerca de la verja. Estaba vacilando, entre usted y Carmencita, para dar a la una o la otra una delicada misión.

—¿De qué se trata, madre?

—De devolver a su familia a Delfina H. que está ya del todo curada de su locura; pero empleando para ello las precauciones necesarias a fin de que no se aperciba de qué lugar sale, pues la hemos hecho creer que se halla en una casa de campo a seis leguas de Lima, donde la hermana María y yo estamos convaleciendo, y la trajimos a ella enferma de tercianas a la cabeza. He ahí todo. Ahora invente usted a su modo y compóngase como pueda.

—¡Y bien! ¡espéreme usted aquí un momento!... Supongo que en este carruaje he de llevarla.

—Precisamente.

—Vuelvo luego.


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Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 81 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Van-Houten

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo, sujeto de hombros y brazos de gorila, cuya única preocupación había sido y era no trabajar nunca a las órdenes de nadie, y ni siquiera por día. Percibía tanto por metro de losas de laja entregadas, y aquí concluían sus deberes y privilegios. Preciábase de ello en toda ocasión, al punto de que parecía haber ajustado la norma moral de su vida a esta independencia de su trabajo. Tenía por hábito particular, cuando regresaba los sábados de noche del pueblo, solo y a pie como siempre, hacer sus cuentas en voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga, flamenco de origen, y se le llamaba, alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemado en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 228 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Viñetas del Sardinero

José Ortega Munilla


Cuento


I. A través de Castilla

(Paisajes)

Santander (junio del 80).

La selección natural explica muchos fenómenos de la vida del hombre. Los partidos se forman de esa manera, colocando a la derecha los linfáticos, a la izquierda los nerviosos, de donde resultan los conservadores y los fusionados. En el teatro, cada noche de estreno se libra una batalla entre los partidos literarios que por selección natural también se reparten las opiniones. Llega el desenlace, muere, como es de reglamento ahora, el inocente a manos del traidor, y uno dice clavando las uñas en los brazos de su butaca:

—¡Qué picardía!

Mientras otro dice, apartando los ojos de la escena con desdén:

—¡Qué tonterías!

El primero es nervioso; el segundo linfático.

Pues bien: las gentes que ahora se marchan de Madrid, anticipándose al verano natural, en busca de un fresco que aún no ha faltado realmente a los cortesanos, son todos ellos seres nerviosos, llenos de impaciencia, gobernados por el capricho, que no tienen paciencia para aguardar los sucesos, quiero decir, los calores, y salen en busca del mar.

De este efecto de la selección natural, resulta que los primeros trenes del verano son el bagaje de los que padecen ataques de nervios, convulsiones y desmayos; de las señoritas que se asustan cada vez que silba la máquina, de los muchachos que esperan ver rodeado de bandidos el wagon a cada momento. Trenes de donde salen gritos de espanto, exclamaciones de admiración frente a un panorama bello, maldiciones a la ignorancia humana, que sólo ha inventado hasta ahora esas carretas de vapor, guiadas por el dios del descarrilamiento, que se llaman locomotoras; y una serie de «¡ah! ¡oh! ¡uf!» que contiene toda la gama de las interjecciones posibles.


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Dominio público
129 págs. / 3 horas, 46 minutos / 98 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2019 por Edu Robsy.

A Pan y Agua

José Fernández Bremón


Cuento


Ya no existe en Madrid el monasterio de bernardos; en su solar se han edificado casas en la manzana comprendida entre las calles Ancha de San Bernardo y de la Garduña, y calle y travesía de la Parada, esta última llamada en otro tiempo calle de Enhorabuena vayas; han desaparecido también el vecino callejón de Sal si puedes y el convento inmediato, convertidos en plaza de los Mostenses; la travesía de las Beatas perdió su antiguo título de calle de Aunque os pese, y sólo quedan como recuerdo del pasado, asomando sus copas por la tapia posterior de la manzana del convento, algunos árboles plantados por los frailes; y acaso entre los cimientos de la iglesia, las cenizas de los religiosos que presenciaron a mitad del siglo XVIII los sucesos que voy a referir.

I

El abad, el prior y soprior ocupaban la mesa del testero, y la comunidad, por orden riguroso de categorías, las mesas colocadas a lo largo del refectorio; delante de cada religioso había un pan, un cubierto, vaso, plato, servilleta, almofía y una jarra con agua; los monjes, sin cogullas y las capillas puestas, estaban recostados en el respaldo de su asiento, con las manos recogidas bajo el escapulario; y el lector, desde la tribuna, había empezado a leer en latín un sermón de san Bernardo.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 28 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Accidentado Paseo a Moka

Roberto Arlt


Cuento


Cuando el "Caballo Verde" salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia:

—¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!

Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:

—Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.

Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:

—Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.

El noble anciano movió la cabeza.


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 117 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Agravante

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 116 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Al Amor de la Lumbre

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Lo van ustedes a dudar; pero en Dios y en mi ánima protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo, ¿por qué no han de creer Uds. que yo vivo alegre, muy alegre en el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas, de los árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre, como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de tus noches! ¡Bendito tú que traes las largas y sabrosas pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano, mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas azotan los árboles altísimos del parque!

¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios de las puertas el hogar chispeante de un amigo:


Los que duermen allí no tienen frío.


¡El frío! Denme ustedes algo más imaginario que este tan decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando veo cruzar por calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo que su humilde saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante, tiritando, y a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el filósofo Bias:

Omnia mecum porto.

¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno equivale a no tener una creencia en la vejez!

Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta en la estación del hielo. Prueba al canto.


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5 págs. / 9 minutos / 287 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Al Anochecer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.

Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.

—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.

—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.

—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.


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4 págs. / 8 minutos / 317 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Almas y Rostros

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza...

Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen. Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra... Y le dijo:

—Yo sé por qué estás triste, Cristela.

Cristela repuso, displicente:

—Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo sé de mí misma.

Sin inmutarse, continuó el enano:

—Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen.—Y repitió:—Yo, Bob el enano, sé por qué estás triste, Cristela...

Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga.»

Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano:

—Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre...

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

A pesar de su silencio, lleno de principesca dignidad, el odioso enano se explayó:


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8 págs. / 15 minutos / 82 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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