Si yo afirmara que he
visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese
que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo,
porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes
daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad
con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede
darse fe a la siguiente narración:
En la parte sur de la república mexicana, y en las vertientes de la
sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay
pueblecitos como son en lo general todos aquéllos: casitas blancas
cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se
refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que
les prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes
platanares y gigantescos cedros.
El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las
callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura.
En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero
entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por
todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al
cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires
necesitan los maestros de escuela de los pueblos!
En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en
aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de
orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía;
en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las
sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y
había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor;
y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la
simpática y honrada cara de don Lucas.
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