Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en
junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a
la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el
mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra
de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de
ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies.
Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz
desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha
cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las
sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.
Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque
un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis
reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha
falta.
Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las
compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de
calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de
carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y
salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.
—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo
de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la
Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería
tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se
gana.
—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible
vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la
más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde
l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de
siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de
punta por este ojo y me lo echó fuera...
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