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La Ronca

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Juana González era otra dama joven en la compañía de Petra Serrano, pero además era otra doncella de Petra, aunque de más categoría que la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativamente estipulados, obligaban a Juana, en ciertos servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.

Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana, conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los quehaceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por seguir a su mujer.


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10 págs. / 17 minutos / 255 visitas.

Publicado el 11 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 207 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Grischa

Antón Chéjov


Cuento


Grischa, chiquitín de dos años y medio, rollizo y sonrosado, paséase con su niñera por la alameda. Lleva abriguito, gorra de pieles y bufanda; calza unas botas de goma que le llegan hasta las rodillas. Siente calor; los rayos calurosos del sol de abril le molestan los ojos.

Toda su pequeña y torpe figurita, andando tímidamente junto a su niñera, revela indecisión.

Hasta ahora Grischa no conocía más mundo que la habitación cuadrada en uno de cuyos rincones está su camita, mientras en el otro yace el baúl de la niñera; en el tercero, una silla, y en el cuarto cuelga una lámpara de aceite, donde flota una mariposa. Debajo de la cama se encuentran una muñeca sin brazos y un tambor.

Detrás del baúl hay gran variedad de objetos: carretes sin hilos, papeles, cajas rotas y un payaso. En este mundo, además de Grischa y de la niñera, aparecen frecuentemente mamá y la gata. Mamá se parece a una muñeca, y la gata, a la pelliza de papá, sólo que a la pelliza le faltan los ojos y el rabo. Del mundo que lleva el nombre de «cuarto del niño» ábrese una puerta que comunica con el espacio donde se come y se toma el te. Allí está la silla alta de Grischa y un reloj, el cual sirve para mover la péndola y hacer sonar una campanilla. Contiguo al comedor hay un aposento amueblado con butacas encarnadas. La alfombra ostenta una mancha sospechosa, por la cual le amenazan a Grischa con el dedo. Detrás de esta habitación hay todavía otra, cuyo ingreso es vedado a Grischa, en la que habita papá, personalidad harto vaga. La presencia de la niñera y de mamá se explica; ellas le visten, le dan de comer, le acuestan; pero la utilidad de papá nadie la comprende. No olvidemos a otra persona enigmática, la tía, la que regaló a Grischa el tambor. Ella aparece y desaparece a voluntad.

¿Dónde se oculta? Grischa miró más de una vez debajo de la cama, detrás del baúl y del diván, pero en ninguna parte puede hallarla...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 86 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

A la Medida

Arturo Robsy


Cuento


Desde Pirandello nadie se extraña de que los personajes de una supuesta ficción tengan vida propia. Desde Pirandello —repito— estamos acostumbrados a verlos vagar de escenario en escenario, a tropezárnoslos en las colas del cine o el autobús y a mezclar con los suyos nuestros problemas de hombres reales (por más irreal, demencial y absurda que sea nuestra existencia).

Mas antiguamente sucedía esto también, pero la gente no estaba dispuesta a admitirlo. Nadie tan vivo, tan de todos los días, como Hamlet (hijo de Shakespeare), como Sancho (de Cervantes), como Segismundo (de Calderón), como el doctor Fausto (de Goethe) sólo que Hamlet y Sancho, Segismundo y Fausto están vivos aún; todavía se les encuentra uno en las calles... Mientras que Shakespeare y Cervantes y Calderón y Goethe murieron hace mucho.

Que la obra sobrevive a su autor es cosa demostrada: viven las pirámides y no los faraones. Vive el Partenón y no Fidias. Vive el Moisés y no Miguel Ángel...

Con este prólogo por delante nadie quedará sorprendido por la historia que sigue, y mucho menos si está acostumbrado a las fantásticas noticias, a los monolíticos camelo que prensa, radio y televisión sirven, bien cocinaditos y sazonados, al público en general.

Allá por 1971, cuando todavía escribía por escribir (y no como ahora, que lo hago para enriquecerme), parí una historia que dejé inconclusa por una u otra razón. El cuento en sí quizá se merecía este tratamiento.

Tras los cuatro primeros folios perdí interés por el tema y lo abandoné sin preocuparme más. Preferí cambiarlo por un buen libro de Dino Buzzatti (maestro de cuentistas) y olvidarlo a continuación.

El argumento, hasta donde llegué, venía a ser el siguiente: en un dormitorio de muebles de castaño despiertan un hombre y una mujer.. Primero uno y luego otro, para dar tiempo a que el escritor los retrate con todo lujo de detalles.


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Licencia limitada
7 págs. / 13 minutos / 246 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Novela de Raimundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela tremenda? —nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico en el Casino.

No pudimos menos de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, Raimundo no era feo, tenía estatura proporcionada, correctas facciones, ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.

—Dudamos de tu novela romántica— exclamó al cabo uno de nosotros.

—Pues es de las de patente… —replicó Raimundo—. Hay dos clases de novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la mano sus héroes. Las otras… se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza de sucesos… A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían a echarles memoriales.

En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 165 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cascarudos

Horacio Quiroga


Cuento


Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos —costoso ensayo en la región—, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robin entendía lo mismo y aún más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magníficos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 136 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Fabricantes de Carbón

Horacio Quiroga


Cuento


Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba. Era ésa la cuarta detención —y la última—, pues muy próxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.

Pero el sol de mediodía pesaba también sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo lívido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.

De vez en cuando volvían la cabeza al camino recorrido, y la bajaban enseguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demás, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empuñaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.

El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.

Uno se llamaba Duncan Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.


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16 págs. / 29 minutos / 68 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.


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6 págs. / 11 minutos / 195 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Estefanía

Horacio Quiroga


Cuento


Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hija. Las noches de los primeros meses quedábase sentado en el comedor, mirándola jugar por el suelo. Seguía todos los movimientos de la criatura que parloteaba con sus juguetes, con una pensativa sonrisa llena de recuerdos que concluía siempre por llenarse de lágrimas. Más tarde su pena, dulcificándose, dejole entregado de lleno a la feliz adoración de su hija, con extremos íntimos de madre. Vivía pobremente, feliz en su humilde alegría. Parecía que no hubiera chocado jamás con la vida, deslizando entre sus intersticios su suave existencia. Caminaba doblado hacia adelante, sonriendo tímidamente. Su cara lampiña y rosada, en esa senectud inocente, hacía volver la cabeza.

La criatura creció. Su carácter apasionado llenaba a su padre de orgullo, aun sufriendo sus excesos; y bajo las bruscas contestaciones de su hija que lo herían despiadadamente, la admiraba, a pesar de todo, por ser hija suya y tan distinta de él.

Pero la criatura tuvo un día dieciséis años, y concluyendo de comer, una noche de invierno, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que quería mucho, mucho a su papá, pero que también lo quería mucho a él. El señor Muller consintió en todo; ¿qué iba a hacer? Su Estefanía no era para él, bien lo sabía; pero ella lo querría siempre, no la perdería del todo. Aun sintió, olvidándose de sí mismo, paternal alegría por la felicidad de su hija; pero tan melancólica que bajó la cabeza para ocultar los ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 140 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuadrivio Laico

Horacio Quiroga


Cuento


Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.


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11 págs. / 20 minutos / 93 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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