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La Dama Pálida

Alejandro Dumas


Cuento


Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y —acaso más que— en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo.

A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.

El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales creyérase agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.


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41 págs. / 1 hora, 11 minutos / 181 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Socio

Joseph Conrad


Cuento


¡Y qué cosa más idiota! Años y años pasan los marineros de aquí, Westport, relatando la misma mentira a los turistas, esa gente que se hace pasear en barca por un schelling con barba y preguntan puras tonterías. ¡Para pasar el rato hay que contarles algo!

¿Conoce usted algo más imbécil que hacerse pasear en una embarcación a lo largo de la playa? Es como tomar un refresco sin tener sed. No me explico qué gusto encuentran en ello. Ni siquiera se marean.

Un vaso de cerveza, olvidado, estaba sobre la mesa, junto al codo del bebedor. Esto ocurría en la pequeña sala de fumar de un pequeño y respetable hotel. Mi dedicación a las amistades improvisadas explicaba el motivo de mi estancia en aquel lugar y tal compañía a aquellas horas. El hombre que hablaba poseía unas enormes, aplastadas y arrugadas mejillas, afeitadas con suma prolijidad y un mechón espeso de pelos blancos cortados en cuadro colgaba de su barbilla; su balanceo acentuaba su voz opaca. El desprecio profundo que sentía por la especie humana, por sus actividades y moralidades, era expresado por la colocación caballeresca de su sombrero blando de fieltro negro y anchas alas, que no se quitaba nunca. Su aspecto era el de un viejo aventurero, dedicado a su vida privada, luego de protagonizar innumerables aventuras en los más oscuros rincones del planeta, y no precisamente en olor de santidad. Sin embargo, yo tenía mis deducciones para pensar que nunca había salido de Inglaterra. Por una observación fortuita, hecha por alguien, pude adivinar que en otro tiempo tuvo relación con algo referente a los barcos; pero con los barcos en los muelles. Gozaba de una personalidad contundente. Fue lo primero que me llamó la atención en él. Pero no era empresa fácil juzgarlo y, antes de que transcurriera una semana de nuestro conocimiento, renuncié a su clasificación y me conformé con esta definición poco clara: "un rufián imponente y viejo".


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Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Prima Asesinada

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento



«Y allí yacen aguardando su propia sangre: acechan ocultos sus propias vidas.
» Así hacen todos los que codician ganancias; y que por ello quitan la vida del que las posee».
 

Esta historia de la nobleza irlandesa está escrita en la medida de lo posible con las mismas palabras con las que fue relatada por su «heroína», la fallecida Condesa D., y por tanto se narra en primera persona.

Mi madre murió cuando era yo una niña y no tengo de ella el más ligero recuerdo. Con su muerte, mi educación quedó exclusivamente bajo la dirección de mi padre. Éste emprendió su tarea apreciando rígidamente la responsabilidad que había recaído sobre él. Mi instrucción religiosa se llevó a cabo con una ansiedad casi exagerada; y desde luego tuve los mejores maestros para perfeccionarme en todos aquellos conocimientos que parecían requerir mi posición y riqueza. Mi padre era lo que solía llamarse una persona rara, y su tratamiento hacia mí, aunque por lo general amable, estaba regido no tanto por el afecto y la ternura como por un alto e inflexible sentido del deber. Raramente le veía o hablaba con él salvo en las horas de las comidas, y entonces, aunque amable, solía ser reservado y triste. Sus horas de ocio, que eran muchas, las empleaba en pasear a solas o en su estudio; en resumen, no parecía tener más interés por mi felicidad o mejora que el que parecía imponerle el cumplimiento consciente de su deber.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 97 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Amante de Briseux

Henry James


Cuento


La pequeña galería de pintura de M. es el típico museo de provincia: frío, trasnochado, sin visitantes, y conteniendo un conjunto de pequeñas obras de pintores cuya trayectoria no tuvo realce. El techo es de ladrillo y las ventanas tienen cortinas de ajada lana estampada; la luminosidad es pálida y neutra, como contagiada de la deslucida atmósfera de las pinturas. Los temas representados son, por supuesto, de tipo académico: el juicio de Salomón y la furia de Orestes; además de unos cuantos elegantes paisajes al modo dieciochesco, enfrentados a media docena de pulcros retratos de campesinos franceses de la época, que se diría contemplan con perplejidad esos paisajes.

Para mí, lo confieso, el lugar poseía un melancólico encanto y no me parecía absurdo disfrutar de esas un tanto absurdas pinturas. La forma de pintar francesa tiene siempre un agradable toque peculiar, aunque no esté detrás la mano de un maestro. El catálogo, además, era increíblemente bizarro: una auténtica antología de literatura trasnochada, con comentarios al modo del inefable La Harpe. Mientras lo hojeaba me pregunté hasta qué punto reprobaría dichas pinturas y dicho catálogo ese único hijo de M que había alcanzado cierta notoriedad más allá de los límites de la población.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 69 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Los Gusanos de la Tierra

Robert E. Howard


Cuento


1

—¡Clavad los clavos, soldados, y que nuestro invitado descubra la verdad de nuestra hermosa justicia romana!

El orador envolvió su poderosa figura en la capa púrpura y se recostó en la silla oficial, igual que podría haberse recostado en su asiento en el Circo Máximo para disfrutar del choque de las espadas de los gladiadores. Cada uno de sus gestos era la materialización del poder. El orgullo cultivado formaba parte necesaria de la satisfacción de los romanos, y Tito Sula se sentía orgulloso con razón; era el gobernador militar de Eboracum y sólo respondía ante el Emperador de Roma. Era un hombre de complexión fuerte y estatura media, con los rasgos afilados propios de un romano de pura sangre. Una sonrisa burlona curvaba sus labios, incrementando la arrogancia de su aspecto altanero. De apariencia claramente militar, llevaba el corselete con escamas doradas y el peto tallado propios de su rango, con la espada corta al cinto, y sujetaba sobre la rodilla el casco de plata con su cresta emplumada. Detrás de él permanecía en pie un grupo de soldados impasibles con escudos y lanzas, titanes rubios de la Renania.

Ante él se desarrollaba la escena que aparentemente le proporcionaba tanta gratificación, una escena bastante común allá donde llegaban las alargadas fronteras de Roma. Había una burda cruz tirada en el suelo, y sobre ella estaba atado un hombre medio desnudo, de aspecto salvaje por sus miembros nudosos, sus ojos centelleantes y su mata de pelo revuelto. Sus ejecutores eran soldados romanos, y con pesados martillos se disponían a clavar las manos y pies de la víctima a la madera utilizando puntas de hierro.


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Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Bermejino Prehistórico

Juan Valera


Cuento


I

Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la filosofía.

No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.

El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.

Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sangre de Belshazzar

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Brilló sobre el gran pecho del rey persa,
Al propio Iskander, en su camino iluminó;
Relució donde las lanzas se alzaban, prestas,
Con un destello enloquecido, embrujador.
Y a lo largo de sangrientos años cambiantes,
Atrajo a los hombres, que en alma y mente,
Sus vidas, en lagrimas y sangre se ahogaron,
Quebrando sus corazones nuevamente.
Oh, arde con la sangre de corazones bravos,
Cuyos cuerpos son de nuevo solo barro.

La Canción de la Piedra Roja.
 

En otro tiempo se le llamaba Eski-Hissar, el Castillo Viejo, pues ya era antiguo incluso cuando los primeros selyúcidas surgieron por el horizonte oriental, y ni siquiera los árabes, que reconstruyeron sus desvencijadas ruinas en la época de Abu Bekr, sabía qué manos fueron las que erigieron esos bastiones descomunales en las sombrías colinas del Taurus. Ahora, dado que la antigua fortaleza se había convertido en un nido de bandidos, los hombres lo llamaban Bab-el-Shaitan, la Puerta del Diablo, y no sin un buen motivo.

Aquella noche tenía lugar un festín en el gran salón. Grandes mesas repletas de copas y jarras de vino, y enormes bandejas con viandas, se hallaban flanqueadas por una serie de catres que resultaban toscos para un banquete como aquel, mientras que, en el suelo, grandes cojines acomodaban las reclinantes formas de otros invitados.

Temblorosos esclavos se apresuraban en derredor, llenando los cálices con sus odres de vino y sirviendo grandes tajadas de carne asada y rebanadas de pan.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Caballo Perdido

Felisberto Hernández


Cuento, autobiografía


Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque al terminar las polleras se les veían las patas. —Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso.

Como fueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina —mi maestra de piano cuando yo tenía diez años— tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado.

Antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar, todavía, por una calle más bien silenciosa. Y ya venía pensando en cruzar la calle hacia unos grandes árboles. —Casi siempre interrumpía bruscamente este pensamiento para ver si venía algún vehículo—. En seguida miraba las copas de los árboles sabiendo, antes de entrar en su sombra, cómo eran sus troncos, cómo salían de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente se acercaban algunas losas. Al empezar, los troncos eran muy gruesos, ellos ya habrían calculado hasta dónde iban a subir y el peso que tendrían que aguantar, pues las copas estaban cargadísimas de hojas oscuras y grandes flores blancas que llenaban todo de un olor muy fuerte porque eran magnolias.


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Dominio público
40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 11 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Último Paseo del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Cuento


Aunque la enfermedad había hecho ya progresos terribles, y era grande su debilidad, todavía se obstinaba Jiménez en pasear. En uno de los últimos días fuí a su casa, y, como siempre, me invitó a dar una vuelta por los contornos. Era ya bastante tarde; así que no pudimos alejarnos mucho. Cuando regresamos, la noche estaba cerrando: sólo allá en el horizonte se advertía una débil claridad crepuscular que hacía más negra la llanura. Nos aproximábamos a las casas del barrio habitado por mi amigo, cuando vimos venir hacia nosotros una mujer que con grandes voces festejaba a un niño de pocos meses que llevaba entre los brazos: «¿Quién es el sol de mi vida? ¿Quién es el rey de la tierra? ¡Di, lucero!, ¡di, clavel! ¿A quién adora su madre? ¿Quién es la alegría?, ¿quién es la gloria?»

Y tales gritos iban seguidos de sonoros besos y fuertes zarandeos que el tierno infante soportaba pacíficamente, agradeciéndolos en el fondo de su corazoncito, pero sin manifestarlo de un modo ostensible. Y cuanto más reservado se mostraba el infante, más arreciaba la madre con sus gritos y zarandeos. Cruzó a nuestro lado sin vernos; tal era su entusiasmo. Jiménez y yo nos detuvimos y la seguimos con la vista sonrientes y satisfechos. A larga distancia todavía se escuchaban sus gritos amorosos.

—Contempla a esa madre con su hijo entre los brazos—profirió Jiménez—. ¡Qué fuerte magnetismo los atrae! ¡Cómo suenan sus besos! ¡Cuán ciertos están de su amor!... ¡Ah!, si en esta breve y mísera existencia sólo estamos ciertos de lo que amamos, amando a Dios, no dudaríamos de que existe.

—Pero ¿cómo amar a Dios, Jiménez, suponiéndole autor o causa de nuestros dolores?


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Dominio público
40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 61 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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