Textos más antiguos publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 28

Mostrando 271 a 280 de 1.406 textos encontrados.


Buscador de títulos

editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos no disponibles


2627282930

Tombuctú

Guy de Maupassant


Cuento


El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada arrojaba sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.

La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.

Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.

Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.

De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los bobalicones se volvían para contemplarlo de espaldas.

Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 44 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mongilet

Guy de Maupassant


Cuento


En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

—Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 28 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Miss Harriet

Guy de Maupassant


Cuento


Éramos siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual serpenteaba el camino.

Habiendo salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores, cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la emoción del amanecer.

Era otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma, baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.

Al fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.

El conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:

—¡Ahí va una liebre!

Y extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas; luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros, indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr, desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres se animaron viendo la carrera loca del animalito.

René Lemanoir exclamó:

—No pecamos de galante por la mañana.

Y contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz:


Información texto

Protegido por copyright
19 págs. / 34 minutos / 50 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 41 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Prisioneros

Guy de Maupassant


Cuento


En el bosque sólo se oía el ligero murmullo de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde el mediodía, una nievecita menuda que empolvaba las ramas con una espuma helada, que arrojaba sobre las hojas secas de la espesura un leve techo de plata, tendía sobre los caminos una inmensa alfombra muelle y blanca, y espesaba el silencio ilimitado de aquel océano de árboles.

Ante la puerta de la casa forestal, una joven, con los brazos desnudos, cortaba leña a hachazos sobre una piedra. Era alta, esbelta y fuerte, una hija de los bosques, hija y esposa de guardas forestales.

Una voz gritó desde el interior de la casa:

—Estamos solas esta noche, Berthine, habría que entrar. Llega la noche y quizás hay prusianos y lobos merodeando.

La leñadora respondió hendiendo un tronco a grandes golpes que erguían su pecho a cada movimiento para alzar los brazos.

—Ya acabé, madre. Ya voy, ya voy, no hay miedo; es aún de día.

Después recogió haces y leños y los apiló junto a la chimenea, volvió a salir para cerrar los postigos, enormes postigos de roble macizo, y al regresar, por fin, corrió los pesados cerrojos de la puerta.

Su madre, una vieja arrugada a la que la edad había vuelto temerosa, hilaba junto al fuego.

—No me gusta —dijo— cuando padre está fuera. Dos mujeres no es gran cosa.

La joven respondió:

—¡Oh! Yo podría matar a un lobo, y hasta a un prusiano.

E indicaba con la mirada un gran revólver colgado sobre el lar.

Su hombre había sido incorporado al ejército al comienzo de la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con el padre, el viejo guarda Nicolas Pichon, apodado Zancos, que se había negado obstinadamente a abandonar su casa para recogerse en la ciudad.


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 19 minutos / 59 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Moiron

Guy de Maupassant


Cuento


Como seguían hablando de Pranzini, el señor Maloureau, que había sido fiscal del Supremo con el Imperio, nos dijo:

—¡Oh! Yo intervine, en tiempos, en un asunto muy curioso, curioso por varios extremos, como van a ver ustedes.

"Yo era en ese momento fiscal en provincia, y muy bienquisto, gracias a mi padre, presidente de la Audiencia en París. Ahora bien, tuve que tomar la palabra en una causa que se hizo célebre con el nombre de caso del maestro Moiron.

"El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la comarca de excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos sucesivamente del pecho.

"A partir de ese momento, pareció consagrar a la chiquillería confiada a sus cuidados toda la ternura escondida en su corazón. Compraba, de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba de merendar, atiborrándolos de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y alababa a aquel hombre tan bueno, de tan gran corazón, cuando, de repente, cinco de sus alumnos murieron de una forma rara. Se pensó en una epidemia procedente del agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños aparentaban una enfermedad de postración, dejaban de comer, se quejaban de dolores de barriga, iban tirando así cierto tiempo, y después expiraban en medio de abominables sufrimientos.

"Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 12 minutos / 56 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Reyes

Guy de Maupassant


Cuento


¡Ah!, dijo el capitán, conde de Garens. ¡Claro que me acuerdo de aquella cena de Reyes durante la guerra! Yo era entonces sargento de húsares, y hacía quince días que rondaba de explorador ante una vanguardia alemana. La víspera habíamos acuchillado a unos ulanos y perdido tres hombres, uno de ellos el pobrecito Raudeville. Ya saben ustedes, Joseph de Raudeville.

Ahora bien, ese día mi capitán me ordenó que cogiera diez jinetes y fuera a ocupar y custodiar durante toda la noche el pueblo de Porterin, donde nos habíamos batido cinco veces en tres semanas. En aquel avispero no quedaban en pie veinte casas ni doce habitantes.

Cogí, pues, diez jinetes y partí hacia las cuatro. A las cinco, en plena noche, llegamos a las primeras tapias de Porterin. Hice alto y ordené a Marchas, ya saben, Pierre de Marchas, que se ha casado luego con la pequeña Martel—Auvelin, la hija del marqués de Martel—Auvelin, que entrara solo en el pueblo y me trajera noticias.

Yo había escogido solo voluntarios, todos de buenas familias. Da gusto, en el servicio, no tener que tratar con patanes. Este Marchas era espabilado como nadie, fino como un zorro y ágil como una serpiente. Sabía husmear prusianos igual que un perro husmea la liebre, encontrar víveres allá donde sin él hubiéramos muerto de hambre, y conseguía informaciones de todo el mundo, informaciones siempre seguras, con una habilidad inimaginable. Regresó al cabo de diez minutos:

—Todo va bien —dijo— ningún prusiano ha pasado por aquí desde hace tres días. ¡Qué pueblo más siniestro! He charlado con una monja que cuida cuatro o cinco enfermos en un convento abandonado.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 21 minutos / 63 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuento del Niño Malo

Mark Twain


Cuento


Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 909 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Historia de Fantasmas

Mark Twain


Cuento


Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos superiores habían estado vacíos por años... hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma.

Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio patetismo, el alarido del viento fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del último paseante rezagado murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que me adormecí.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 617 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Velo Negro

Charles Dickens


Cuento


Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas —unas catorce por día— en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

—¡Una señora, señor, una señora! —exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.

—¿Qué señora? —exclamó nuestro amigo, medio dormido—. ¿Qué señora? ¿Dónde?


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 20 minutos / 775 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

2627282930