Subía el gusano de luz por las ramas de un fresno para evitar, a
buena altura, el pico de un gallo que se había salido del corral, y al
revolver una hoja tropezó sin querer con la cantárida.
—¡Aparta, farolero! —dijo ésta despertando con mal humor—; si no ves de día, enciende tu linterna.
—¿Mi linterna? Ya quisieras tener ese adorno, que sólo tienen las
estrellas en el cielo; con ella doy luz de noche, y alumbro algunas
veces a un sabio amigo mío cuando no tiene vela para escribir. Tú eres
inútil.
—No es verdad; mi cuerpo se lo disputan los boticarios apenas muero,
para medicina. ¿Quién te busca ni repara en ti cuando se apagan tus
faroles?
—Pero tú eres como el avaro, que necesitas perecer para que aprovechen tus despojos.
—¿No es mejor ser útil después de existir que brillar en vida?
—Bajad aquí —dijo el gallo alzando el pico— y yo sentenciaré ese pleito.
—¡Qué más qusieras sino que bajásemos, para resolver la cuestión con un par de picotazos. ¡Vaya un juez!
—Para que veáis mi desinterés, decidiré desde aquí sin exigiros
adelantos. Tú, gusano de luz, eres útil, celebrado y brillante mientras
luces; es un mérito. Tú, cantárida, tienes un valor medicinal después de
muerta; es otro mérito también; pero uno y otro sois incompletos: el
verdadero saber consiste en ser útiles en vida y después de la muerte,
como yo.
—¿Pues para qué sirves? —dijeron a la vez los coleópteros.
—Mientras vivo, defiendo y aumento el gallinero, y soy de noche un
cronómetro; cuando muero, preguntad a los hombres a qué sabe el gallo
con arroz. He fallado en justicia: si sois honrados, bajad a entregar
vuestros cuerpos en pago de honorarios.
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