En la claridad azulina del horizonte, muy
lejos aún, apareció la comisión.
—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.
—¿Y pa qué?
—Pa la guerra.
—Ajá…
Conforme la escolta se acercaba, distinguíase
la mancha de color de la bandera que tremolaba
uno de los jinetes.
—Van embanderaos…
—Sí; son der gobiesno.
En el portal de su casuca pajiza, mientras
rajaba leña del algarrobo para la confección del
almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre,
Mario, que había ido a visitarlo.
—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el
hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…
—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.
—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!
Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó
sus carnes acarbonadas.
—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo'
sesenta largoh…
—Ayer decíah que te fartaba un mundo.
Pancho miró con rabia a su interlocutor.
—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh
conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa
la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano,
y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.
No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto
no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh
mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo,
viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.
—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.
—Claro que sí. Como anda la soga…
—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.
A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.
—¿A mi'hijo?
—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…
El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente
miró hacia arriba, a lo alto de la casa,
donde estaba su hijo, y suspiró:
—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece
que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.
Leer / Descargar texto 'La Soga'