Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.
Un día sentí unos deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a
una muchacha muy linda, que se había permitido darme calabazas.
Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos
esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las
amarguras de mi alma.
Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos
tan simpáticos, cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen
los había producido, se apoderó de mí una sensación deliciosa de vanidad
y orgullo.
Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.
Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían
objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio
se hallara satisfecho.
Eso fue mi salvación.
Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no aparecen en sus columnas.
Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.
Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera aparencias de versos.
Casi desesperaba ya de que mi primera poesía saliera en letra de molde, cuando caten ustedes que el número 13 de La Calavera puso colmo a mis deseos.
Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier
barbaridad, por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de
desgracias y mensajero de muerte.
Apenas llegó a mis manos La Calavera, me puse de veinticinco
alfileres, y me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios,
llevando conmigo el famoso número 13.
A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo siguiente:
—¿Qué tal, Pepe?
—Bien, ¿y tú?
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