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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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Los Domingos de Noche

Rafael Barrett


Cuento


—Y usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?

El famoso financista sacudió con el meñique, ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero; sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo, y nos dijo:

—Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante, y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos, porque mi padre entendía de negocios tanto como yo, Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.

»Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich y novelones de Dumas y Sué, y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas.

»Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del Levante, donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.

»Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras, lisas y relucientes. Las estrellas, encaramadas hasta lo alto del espacio, centelleaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco.

»Había poesía en mí y fuera de mí, o, por lo menos, tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza, me hallaba dispuesto a redimir definitivamente la primer pecadora que pasase.

»Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Palacio Encantado

José Zahonero


Cuento


I

En la casa más pobre de una ciudad de Castilla la Vieja vivían una anciana señora y un pequeño huérfano, nieto suyo.

Por su modesta y honrada vida estas dos personas se veían rodeadas de la consideración y del respeto de sus convecinos; y es que nada hay más venerable que una anciana, ni nada más respetable que un niño.

El niño servía á la anciana, y esta deleitaba el ánimo del niño refiriéndole multitud de hechos maravillosos, de aventuras extraordinarias, de asombrosos sucesos.

El niño se condolía de que todo cuanto la anciana le relataba fuera inverosímil.

¡Qué lástima —exclamaba— que no existan esos palacios de cristal, esas fuentes de licor y de leche, esa suculenta ciudad de Jauja, en cuyas murallas puede uno encontrar grandes trozos de mazapán!

Pero como el huerfanito no era goloso, llamaban más que esto su atención los aparecidos, las luces misteriosas, las voces de los trasgos y fantasmas, los palacios encantados y toda esa multitud de bellas locuras que refieren los cuentos de encantamiento.

Oía con atención. Ora se trataba del encuentro de una varita mágica, con la cual aparecían inmensos tesoros, ora de un pez sobre el cual, y en breve tiempo, cruzaba los mares algún personaje; ora de un caballo capaz de caminar en tan vertiginosa carrera que á pocas horas atravesaba el mundo.

Algunas veces oía hablar de un pájaro que escuchando aquí un secreto volaba á referirlo á grandes distancias, otras de una caja en la que un encantador se encerraba y desde ella veía el mundo todo.

Portentosos hechos, raros sucesos, maravillas sin cuento referíale en sus historietas la bondadosa abuelita.

Tantos prodigios escuchó, tales y tan asombrosas relaciones, que un día, dominado por la más íntima tristeza, dijo á la anciana:

—Señora, ¿no es cierto que da pena considerar que cosas tan asombrosas no sean verdad?


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5 págs. / 10 minutos / 99 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Rikki-Tikki-Tavi

Rudyard Kipling


Cuento


Desde el hueco en que entró
Rikki—tikki llamó a Nag;
oíd lo que le dijo:
Nag, ven con la muerte a bailar.

Ojo con ojo, testa con testa,
(lleva el paso, Nag);
termina esto cuando uno muere
(cuanto gustes, durará).

Vuélvete allá, tuécete ahora...
(¡corre y escóndete, Nag!)
¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!
(¡Qué mala suerte, Nag!)


Esta es la historia de la gran guerra que Rikki—tikki—tavi llevó al cabo, sola, en los cuartos de baño del gran bungalow en el acantonamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y la aconsejó Chuchundra, el almizclero, que nunca camina por en medio del piso, sino que se arrastra pegado a las paredes; pero Rikki—tikki—tavi llevó el peso de la lucha.

Era una mangosta, muy parecida a un gatito en la piel y en la cola, pero más semejante a una comadreja por su cabeza y sus costumbres.

Sus ojos y el extremo de su inquieto hocico eran de color de rosa; podía rascarse en cualquier parte de su cuerpo con cualquiera de sus patas, ya fueran las anteriores, ya las posteriores; podía enarbolar su cola poniéndola como si fuera un escobillón, y su grito de guerra, mientras se deslizaba por la hierba, era: Rikk—tikk—tikki—tikki—tchik.

Un día, una gran avenida veraniega se la había llevado de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pateando y cloqueando como una gallina, hasta depositarla en una zanja a la vera del camino. Allí encontró un pequeño haz de hierbas que flotaba en el agua, y se asió de él hasta que perdió el sentido. Cuando revivió, vio que estaba echada al sol en la mitad de un sendero de jardín, muy mal cuidado por cierto, y oyó que un niño decía:

—Aquí está una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.

—No —dijo su madre—. Llevémosla adentro para secarla. Quizás no está realmente muerta.


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19 págs. / 34 minutos / 346 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Yerbas y Alfileres

Juana Manuela Gorriti


Cuento


—Doctor ¿cree usted en maleficios? —dije un día a mi antiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame preguntarle, porque de sus respuestas surgía siempre una enseñanza, o un relato interesante.

—¿Que si creo en maleficios? —respondió—. En los de origen diabólico, no: en los de un orden natural, sí.

—Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrían ser la obra de un poder sobrenatural?

—La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos desvaríos.

—¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer, después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, escupir arañas y huesos de sapo?

—Digo que los tenía ocultos en la boca.

—¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su imagen?

—¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca a su siniestra influencia.

He sido testigo y actor en una historia que es necesario referirte para desvanecer en ti esas absurdas creencias... Pero, ¡bah! tú las amas, son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en conservarlas. Es inútil.

¡Oh! ¡no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! ¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta!

—No lo creo —dijo él, y continuó.

Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad que conoces.

Habíame precedido allí, más que la fama de médico, la de magnetizador.

Multitud de pueblo vagaba noche y día en torno a mi morada. Todos anhelaban contemplar, sino probar los efectos de ese poder misterioso, del que solo habían oído hablar, y que preocupábalos ánimos con un sentimiento, mezcla de curiosidad y terror.


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6 págs. / 10 minutos / 211 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Pesimista Corregido

Santiago Ramón y Cajal


Cuento


I

Juan Fernández, protagonista de esta historia, era un doctor joven, de Veintiocho años, serio, estudioso, no exentó de talento, pero harto pesimista y con ribetes de misántropo.

Huérfano y sin parientes, vivía concentrado y huraño en compañía de una antigua ama de llaves de su familia.

Hacia la época en que le enfocamos se habían recrudecido en nuestro héroe el asco a la vida y él despego a la sociedad. Descuidaba la clientela y el trato de los amigos, que le veían de higos a brevas, y pasaba su tiempo enfrascado, en la lectura de obras cuya tonalidad melancólica casaba bien con el timbre sentimental de su espíritu. Agrada saber al desdichado qué no estrenó la desdicha y que su menguado concepto del mundo y de la vida halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas. Compréndese bien por qué Juan se solazaba y entretenía en la lectura de Schopenhauer y Hartmann, del antipático y vesánico Nietzsche y del adusto y profundo Gracián. Y el orgullo de coincidir con la opinión de tan calificados varones prodújole, a ráfagas, algún consuelo, a cuyo fugitivo calor sentía deshelarse parcialmente el lago glacial de su voluntad y aliviarse un tanto su dolorosa laxitud de espíritu y de cuerpo.


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45 págs. / 1 hora, 19 minutos / 270 visitas.

Publicado el 5 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Camarona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas…, no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.

¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite…, pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo».


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3 págs. / 6 minutos / 88 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

No lo Invento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan sólo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Helena de Menelao.


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9 págs. / 17 minutos / 85 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Iconoclastia

José de la Cuadra


Cuento


(Página de un Diario)


Hoy hemos ido juntos a su iglesia. Ella es creyente ardorosa; su fe es adorablemente primitiva; y, me parece, al verla, que estoy en presencia de una de aquellas vírgenes patricias, que fueron las primeras flores arrancadas por San Pedro en los jardines de la paganía romana.

—¡Amada!

Al lado suyo mismo, no se daba cuenta de mí, absorta en el divino oficio. Seguí la mirada de sus ojos, que iba a clavarse como un rayo verde en el rubio Nazareno que desde Su altar preside, y sentí unos vagos celos absurdos, infantiles, que ahora —al escribir estas impresiones— me hacen sonreír. Maldije, entonces, de aquellos buenos padres del segundo Concilio de Nicea que restablecieron el culto de las imágenes... ¡Ah, hermosos tres siglos de iconoclasia en que la religión fue más pura por ser más abstracto su objeto, y cuando las mujeres no tuvieron dónde posar el milagro de sus ojos tiernamente, con un amor humano, que es el único que ellas entienden!

Habré hablado alto cuando ella se volvió a interrogarme.

—Pues, nada; que me siento mal, con no sé qué de raro.

Y abandonamos la iglesia, turbando con el ruido de nuestros pasos la dulce solemnidad de la liturgia.

En la calle, respirando la alegría de este buen sol nuestro, me sentí mejor, y traté de vengar en ella mi rivalidad loca con Él.

—¿Te parece, Amada, bello el Nazareno?

¡Ah, su voz, que yo sé bien cómo es suave, se musicalizó más para loar Su belleza!

Y yo saborée la venganza:

—Te engañas. Todo eso es una farsa torpe. Él era feo; Él desentonaba en la armonía galilea; Él sólo era bueno. Su belleza era interior. San Cirilo de Alejandría, el propio Tertuliano, y muchos doctores de la iglesia, creen que Su fealdad era horripilante y extraordinaria. Isaías lo deja presentir... Acaso yo, con mis pobres rasgos decadentes, sea más bello que Él lo fué nunca...


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Publicado el 29 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Siesta

Arturo Ambrogi


Cuento


El cielo, de un azul de cobalto, intensísimo, resplandece a la hora meridiana. Ni la silueta de la más pequeña nube diséñase en la luminosa hondura de la atmósfera. Sin una arruga, sin un ligero pliegue, sin la menor empañadura, el cielo canicular se extiende limpio y radioso, como el metal repujado en el fondo de un formidable escudo.

El sol, es como una rodela de hierro candente, clavada en el cenit. Crepita. Quema y ofusca. Bajo sus rayos, que caen perpendicularmente y corroen la tierra amodorrada y reseca por la dilatada sequía, los follajes despiden lustres de reciente barnizaje.

Se siente la vida que germina, la vida que palpita, vehemente, bajo el bochorno, en esa tierra desflorada por el arado. En los surcos paralelos, la simiente va surgiendo en tiernos verdores que aterciopelan suntuosamente las planitudes infinitas de las llanuras, o las curvas gallardas de los altozanos y de los collados.

El aire que sopla es sofocante como el hálito de una fragua.

─"Lloverá ─dice el mocerío que almuerza ene el corredor de la casa, de cuclillas, formando rueda a los rimeros de tortillas y a las tiznadas sartenes en los que los frijoles sobrenadan en un caldo bituminoso. ─"Lloverá... por la calor, patroncito".

Puede que sea así.

Estas buenas gentes tienen una gran experiencia. En estas rudimentarias cuestiones meteorológicas casi nunca se equivocan. Llevan, encasillado en el cerebro, su calendario, más perfecto y certero que el el Bristol afamado y popular de las boticas.

Y yo pienso que, en efecto, el celeste riego vendría como de perlas.


* * *


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Publicado el 8 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Crimen del Viejo Pedro

Javier de Viana


Cuento


En el pago de Quebracho Chico había un viejo que cuando era muchacho todos lo nombraban simplemente «Pedro», y más tarde «Pedro Lezama», y después «el viejo Lezama» y al último, «el Viejo» nada más.

En el pago de Quebracho Chico había, naturalmente, muchos viejos; pero cuando se nombraba «el viejo», así, a secas, todo Dios sabía que era refiriéndose al viejo Pedro Lezama.

Nadie sabía a ciencia fija su edad; pero echando cálculos, a ojo de buen cubero, coincidían los comarcanos que por lo menos un rodeo de vacunos y dos o tres majadas habían pasado por sus tripas, y que con las cuerdas de tabaco negro que había pitado, se podía hacer un lazo largo como para enlazar las siete cabrillas del cielo.

Era muy viejo; muy viejo, pero lo extraordinario era que parecía haber nacido viejo o no haber envejecido, porque a través de los años y las generaciones que lo contemplaban, era una cosa siempre igual, como el sol, como la luna, como el río, como la loma, como el bajo, como las piedras del cerrillo que enorgullece el pago.

Las depresaciones que el tiempo operaba en su físico, no se advertían, a fuerza de perdurar invariable su espíritu, su pensar, su ser expresivo.

De chico fué un infeliz, sumiso, inofensivo, siempre dispuesto a hacerse a un lado para dar paso a otro, u otros que venían de atrás empujando y que lo dejaban atrás por la simple audacia del empujón. Si alguno le pisaba la cola a un perro, casi siempre él estaba al lado y el perro lo mordía a él y con frecuencia recibía, sobre la mordedura, un rebencazo del capataz o del patrón o de un peón cualquiera, por haberle pisado la cola al perro.

Y en su mocedad y en su edad madura y en su vejez, siguió siempre pisándole la cola al perro y siempre con las mismas consecuencias desagradables.


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3 págs. / 5 minutos / 34 visitas.

Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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