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Correteos Primaverales

Rudyard Kipling


Cuento


¡El hombre retorna al hombre!
Corred la voz por la selva;
se marcha el que era nuestro hermano.
Escucha, pues, ahora, y juzga,
pueblo de la selva.
Responde: ¿quién detenerlo puede,
o quién tras él irá?

¡El hombre retorna al hombre!
Está llorando en la selva:
el que era nuestro hermano, llora su dolor.
¡El hombre retorna al hombre!
(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)
Allí seguirle, imposible es ya.


Dos años después de la gran lucha contra los perros rojizos y de la muerte de Akela, Mowgli andaba por los diecisiete años. Parecía mayor, pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos y los baños siempre que el calor o el polvo lo molestaban, habían hecho que sus fuerzas y su desarrollo fueran superiores a su edad. Podía balancearse de un modo continuo durante media hora sosteniéndose de una rama con una sola mano, cuando quería curiosear entre los árboles. Podía detener a un gamo en su carrera y tirarlo por tierra asiéndolo de la cabeza. Podía incluso voltear hasta a los enormes y feroces jabalíes azulados que viven en los pantanos del norte. El pueblo de la selva, que antes lo temía por su ingenio, lo temía ahora por su fuerza, y cuando procedía él a sus correrías silenciosas, el mero rumor de que se acercaba hacía que se despejaran todos los senderos del bosque. Sin embargo, su mirada siempre era bondadosa. Inclusive cuando luchaba, sus ojos nunca llameaban como los de Bagheera. Tan sólo se habían vuelto más atentos y mostraban mayor excitación, y era esto una de las cosas que la misma Bagheera nunca llegó a entender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y el muchacho se rió y dijo:

—Cuando yerro un golpe, me incomodo. Cuando tengo que estar dos días sin comer, me esfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos el mal humor?

—Tu boca puede tener hambre —respondió Bagheera—, pero tus ojos no lo demuestran.


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27 págs. / 48 minutos / 218 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Snob

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que estaban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.


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6 págs. / 11 minutos / 216 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Adiós

Guy de Maupassant


Cuento


Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.

Uno de los dos —Enrique Simón— dijo, suspirando profundamente:

—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente. Su acompañante —Pedro Carnier— algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:


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6 págs. / 10 minutos / 212 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


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5 págs. / 9 minutos / 210 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tula Varona

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Los perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…


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11 págs. / 19 minutos / 209 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Poltí, Half-back

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.

Tal es el caso de Juan Poltí, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar: por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.

Poltí tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicando enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Poltí fue feliz.

Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Poltí deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto: «Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado».

Él quería decir «blasón», pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.

Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.

La gloria lo circundaba como un halo. «El día que no me encuentre más en forma», decía, «me pego un tiro».


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2 págs. / 4 minutos / 207 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Casa de Kaa

Rudyard Kipling


Cuento


Del leopardo orgullo son sus manchas,
honor del búfalo son sus cuernos.
¡Limpio! Pues del que caza se juzga
a fuerza por el color de su piel.
Si acaso el toro te embiste y aterra,
o una cornada del sambhur recibes,
por narrarlo el trabajo no abandones,
pues cosa es que tenemos ya olvidada.
Nunca del cachorro débil y ajeno abuses;
cual a un hermano debes mirarle,
que, aunque débil y torpe, es probable
que a una osa —puede ser— tenga por madre.
Nadie corno yo! —jáctase el cachorro
cuando a sus plantas ve la primera pieza.
Pero él es pequeño, y grande, la Selva:
que medite en calma, porque ahora apenas empieza.

Máximas de Baloo.


Narramos aquí lo que sucedió algún tiempo antes de que Mowgli fuera expulsado de la manada de lobos de Seeonee y tomara venganza de Shere Khan, el tigre.

Era el tiempo en que Baloo lo instruía acerca de la ley de la selva. Muy contento y ufano estaba el serio, viejo y enorme oso pardo con aquel discípulo tan listo, pues a los lobatos no les gusta aprender de la ley de la selva sino lo que se refiere a su propia manada y tribu, y se escapan en cuanto aprenden de memoria estas palabras de la Canción de Caza: "Pies que pisan sin el menor ruido; ojos que ven en plena oscuridad; orejas capaces de oír los diferentes vientos desde el cubil; blancos y afilados dientes: características son todas estas de nuestros hermanos, exceptuando a Tabaqui, el chacal, y a la hiena, que odiamos."

Pero Mowgli, como hombrecito que era, tuvo que aprender muchas cosas más.


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33 págs. / 59 minutos / 207 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Yerbas y Alfileres

Juana Manuela Gorriti


Cuento


—Doctor ¿cree usted en maleficios? —dije un día a mi antiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame preguntarle, porque de sus respuestas surgía siempre una enseñanza, o un relato interesante.

—¿Que si creo en maleficios? —respondió—. En los de origen diabólico, no: en los de un orden natural, sí.

—Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrían ser la obra de un poder sobrenatural?

—La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos desvaríos.

—¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer, después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, escupir arañas y huesos de sapo?

—Digo que los tenía ocultos en la boca.

—¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su imagen?

—¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca a su siniestra influencia.

He sido testigo y actor en una historia que es necesario referirte para desvanecer en ti esas absurdas creencias... Pero, ¡bah! tú las amas, son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en conservarlas. Es inútil.

¡Oh! ¡no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! ¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta!

—No lo creo —dijo él, y continuó.

Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad que conoces.

Habíame precedido allí, más que la fama de médico, la de magnetizador.

Multitud de pueblo vagaba noche y día en torno a mi morada. Todos anhelaban contemplar, sino probar los efectos de ese poder misterioso, del que solo habían oído hablar, y que preocupábalos ánimos con un sentimiento, mezcla de curiosidad y terror.


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6 págs. / 10 minutos / 206 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Tertulia de Antaño

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.

—¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?

—Creo que conspira.

Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.

—¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?

—Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.

—¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!

La otra dama tosió burlona:

—Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.

La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular.

—En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!

La Marquesa de Galián la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar.

—Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!

La Duquesa interrumpió:

—Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!

Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:

—Mala suerte, sí… Pero aún habrá sentido más hacerse viejo…


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21 págs. / 38 minutos / 205 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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4 págs. / 7 minutos / 204 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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