I. El hombre de carne y hueso
Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas,
la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni
el adjetivo sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El
hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—,
el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se
ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.
Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no
pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de
la leyenda, el ζῷον πολιτικόν
de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens,
de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es
de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo
ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.
El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pesamos sobre la tierra.
Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo
objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes
filósofos.
En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos
presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus
autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La
íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron ocupa
un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía, la
que más cosas nos explica.
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