Una gota de agua, que había estado millares de años confundida con
las demás en un lago, sintió de pronto que se transformaba y adquiría
ligereza extraordinaria. Estaba evaporándose.
—¡Tengo alas! —dijo flotando sobre el lago—. ¡Adiós, amigas! Ya había
presentido muchas veces que mi naturaleza era distinta de la vuestra.
Voy a las alturas, al país de las nubes y las águilas. Ya no nos veremos
más.
—No te enorgullezcas —le dijo otra gota que había viajado mucho—. Yo
he estado en esas altas regiones, y sé que no se permanece en ellas
mucho tiempo. Pide a Dios que cuando caigas, quizás hoy mismo, te deje
volver a este lago tranquilo. Eres como todas nosotras: un poco de calor
te eleva; un pequeño enfriamiento te hace descender.
—Aunque eso sea —repuso la soberbia partícula de vapor—. Ha llegado mi época feliz.
—¿Quién sabe? Acaso estás destinada a hundirte en el terreno y encerrarte para siempre en una cueva oscura.
Algunos días después, la gota condensada caía sobre una hoja, y resbalando por ella temblaba, resistiéndose a desprenderse.
Venía de los cielos: iba fatalmente a rodar sobre la tierra.
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