Cuando el Señor creó la Tierra de la nada y sacó de la tierra todos
los vivientes, el planeta estaba inmóvil en el espacio, y en aquel mundo
tranquilo los hombres y los animales morían de vejez.
Satanás estaba furioso con aquel sosiego, y convocó a sus espíritus para que aquello terminara.
—¡Satanás! —le dijo el ángel Gabriel—; todo lo que intentes para destruir la Tierra se convertirá en un juego de muchachos.
El Ángel Caído, en su soberbia, no hizo caso del consejo y dijo a los diablos:
—Es preciso que destruyamos ese planeta; proponed medios.
—Sabed lo que dolería más en los cielos, que destruyeran la Tierra sus propias criaturas —dijo un demonio colorado.
—Es verdad; pero ¿quién de ellas será capaz de matar a su madre?
—¿No has reparado en una que se arrastra por los suelos?
—Es verdad: propongamos el asesinato a la culebra.
—¿Qué le ofreceremos?
—Aquello de que carezca.
Satanás voló a la Tierra, dio un silbido, y todas las culebras del
mundo salieron de sus antros arrastrándose y eschucharon al demonio.
—¿Queréis tener piernas como los hombres o como los cuadrúpedos?
—¡Sí, sí! —silbaron a un tiempo todos los reptiles—. Queremos andar y no arrastrarnos.
—Pues cójase cada cual a la cola de una amiga, y rodead la Tierra y oprimidla hasta que cruja y se deshaga.
Trescientos millones de culebras, formando una cadena, rodearon a la
Tierra dándole siete vueltas y apretándola a la vez con todos sus
anillos. La Tierra, que estaba tierna todavía, se retorció de dolor y
empezó a llenarse de grietas por las cuales se despeñaron las aguas, y a
formar jorobas en las que se refugiaron los vivientes.
Gabriel apareció y dijo a los reptiles:
—No os soltéis y apretad firme.
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