I. Cuando llegué al África, de tribuno de la cuarta legión, como
sabéis, bajo las órdenes del cónsul Manio Manilio, nada me agradó tanto
como reunirme con Masinisa, rey muy amigo de nuestra familia por justas
razones. Apenas llegué ante él, abrazóme el anciano y rompió en
sollozos, algún tiempo después miró al cielo y dijo: «Os doy gracias, oh
gran sol, y vosotros, cuerpos celestiales, porque antes de emigrar de
esta vida, veo en mi reino y en mi palacio a Publio Cornelio Escipión,
en cuyo nombre mismo me recreo; así nunca se aparta de mi espíritu el
recuerdo de aquel varón óptimo e invencible.» A continuación le pregunté
acerca de su reino, él se informó de nuestra república y en pláticas
varias de una y otra parte se nos pasó aquel día.
Después de ser acogido con un banquete fastuoso, proseguimos la
conversación hasta muy avanzada la noche, a pesar de que el viejo rey no
hablaba de otra cosa diferente del Africano, y recordaba no sólo sus
hazañas, sino también sus palabras. Luego nos separamos para ir a
descansar, y fatigado por el viaje, y después de haber velado hasta muy
entrada la noche, se apoderó de mí un sueño más profundo del ordinario.
Entonces se me presentó —creo que por lo que habíamos hablado; pues
generalmente ocurre que nuestros pensamientos y conversaciones producen
en el sueño algo parecido a lo que escribe Enio de Homero, en quien, en
efecto, solía pensar, y de quien hablaba con mucha frecuencia cuando
velaba— se presentó el Africano, en aquella figura que me era más
conocida por su imagen (de cera), que por su rostro mismo. Cuando lo
reconocí me sobresalté, pero él me dijo: «Conserva la serenidad y depón
el temor, Escipión, y guarda en tu memoria lo que te diré.
Información texto 'El Sueño de Escipión'