Arturo, el noble rey de Bretaña, cuyas proezas son
para nosotros ejemplos de valor y cortesía, al llegar la fiesta que
llamamos Pentecostés, la celebró con todo el fasto propio de la realeza,
reuniendo a su corte en Caraduel, en el país de Gales.
Después del banquete, los caballeros formaron grupos junto con las
damas, damiselas o doncellas, según ellas les iban llamando para
sentarse a su lado. Unos contaban historias, otras hablaban de Amor, de
las angustias y tormentos que causa, y de los deleitosos bienes, de que a
menudo gozaron los discípulos de su escuela, cuya regla era a la sazón
dulce y buena. Hoy, en cambio, Amor ha perdido muchos de sus fieles, le
han abandonado casi todos y con ello se ha envilecido, porque, como los
que amaban a la antigua usanza conseguían fama de corteses, valientes,
generosos y honorables, en nuestros días, Amor se ha vuelto fingimiento.
Los que no sienten nada pretenden estar enamorados, pero es mentira, y
al fingir que aman, sin ningún fundamento, convierten al amor en
ficticio engaño.
Pero hablemos ahora de los que fueron y dejemos a los que están en
vida, porque, a mi parecer, un hombre cortés, aun muerto, vale mucho más
que un villano vivo. Por ello me complace contar unos hechos muy dignos
de escucharse, que tratan de aquel rey tan ejemplar, que se sigue
hablando de él, aquí y más allá de estos reinos. Estoy de acuerdo con
los Bretones: su fama permanecerá siempre, y gracias a ella, se seguirá
recordando a los nobles caballeros a los que eligió y que se esforzaron
con gran honra.
Pero aquel día se sorprendieron mucho al ver que el rey se levantaba
muy pronto de la mesa, cosa que pesó a algunos y dio mucho que hablar,
pues nunca antes había abandonado tan gran fiesta para retirarse a sus
aposentos a dormir o descansar. Pero ocurrió aquel día que le retuvo la
reina, y tanto se demoró a su lado, que luego, olvidándose de los demás,
se abandonó al sueño.
Información texto 'El Caballero del León'