Primera Parte. La Costa de Marfil
I. En las orillas del Ousme
—¿Qué podemos hacer?
—¡Aguarda un momento! ¿Estás nervioso por estrenar la carabina?
—Deseo enormemente descubrir a uno de esos monstruosos animales en
completa libertad. Hasta ahora sólo he tenido oportunidad de verlos
encerrados en los zoológicos de Europa.
—¡Te aseguro que son formidables!
—En compañía de un cazador tan bueno como tú, no tengo miedo;
además, por muy hábiles que sean esas enormes masas, creo que no podrán
aventajar la ligereza de mis piernas.
—No lo creas, Antao. Aún no hace dos semanas que un pobre obrero
del Gran Popo, que vino aquí con intención de cazar a esos animales, fue
despedazado.
—¿Cómo si se tratase de una galleta?
—¿Crees que miento?
—¡Lo dudo, Alfredo, lo dudo!
—¿Sí? Pues debo añadir que aquel obrero era un siervo de la
factoría del señor Zeinger, aquel alemán tan estupendo al que fuimos a
visitar el pasado domingo.
—¡Entonces es que el tal obrero debía de ser tan torpe como un topo gris del país de los aschantis!
—Todo lo contrario, amigo mío. Se trataba de un negro tan grande y
ágil como un mono; pero el animal, al que había herido, se abalanzó
sobre el desdichado cazador, y antes que pudiera huir lo hizo pedazos.
—¿Crees que esta anécdota sirva para aumentar mi valor?
—¿Acaso deseas regresar a mi factoría?
—Sí; pero llevando con nosotros un hipopótamo. No he venido a
África para que las alimañas de esta costa me devoren vivo, sino para
conocer bien el país y, de paso, cazar alguno de esos colosales
animales.
—Y también para establecer una factoría portuguesa.
—No, aún no, Alfredo. Mis negocios con Brasil me han hecho lo suficientemente rico para permitirme…
—¡Cállate!
Leer / Descargar texto 'La Costa de Marfil'