PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN
Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del
mes de agosto. Felipe, Jorge y yo acabábamos de salir del gimnasio, de
una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de
palabra y de obra, cuánto nos faltaba para llegar a maestros.
Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a
procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores
físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la
fauna.
Yo era entonces —y aún se mantiene la circunstancia— el mayor de los
tres y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de
karate me sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por
debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.
Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes,
cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente
terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge
sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa
solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la
selva.
Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y
otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y
mantuvieron una penosa conversación chapurreada.
A distancia, yo vigilaba la técnica de mis amigos. ¡Bah! Todo se reducía
a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta
España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante
conversación.
Gracias a la distancia —y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándome
observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los
mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que
dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?
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