Preludio. El invitado escribe relatando la cena
Han transcurrido muchos años desde que mi esposa y yo dejamos Estados Unidos para visitar Inglaterra por primera vez.
Viajábamos, por supuesto, con cartas de presentación. Una de ellas la
había escrito el hermano de mi esposa y nos encomendaba a un caballero
inglés que ocupaba un lugar destacado en su lista de viejos y apreciados
amigos.
Al despedirnos, mi cuñado nos dijo:
—Conoceréis al señor George Germaine en una etapa muy interesante de
su vida. Según las últimas noticias, se acaba de casar. No sé nada de su
esposa ni tampoco de las circunstancias en que mi amigo la conoció.
Pero de algo tengo la certeza: por la amistad que nos une, casado o
soltero, George Germaine os dispensará, a ti y a tu esposa, un agradable
recibimiento en Inglaterra.
El día después de nuestra llegada a Londres dejamos la carta de presentación en casa del señor Germaine.
A la mañana siguiente fuimos a ver en la metrópoli inglesa un
monumento de gran interés para los americanos: la torre de Londres. A
los ciudadanos de Estados Unidos les resulta de suma utilidad esta
reliquia de tiempos pasados, pues exalta su estima patriótica por las
instituciones republicanas. De regreso al hotel, la tarjeta de los
señores Germaine nos indicó que ya nos habían devuelto la visita. Esa
misma tarde, recibimos una invitación para cenar con la pareja recién
casada. Iba adjunta a una pequeña nota de la señora Germaine dirigida a
mi esposa, en la que nos advertía que no esperáramos unirnos a un gran
grupo. «Es la primera cena que ofrecemos tras regresar de nuestro viaje
de bodas», escribía, «y sólo conocerán a unos pocos viejos amigos de mi
marido.»
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